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jueves, 12 de marzo de 2015

Corrí, ande, Salí y busqué

O gran padre, no me diste la guía para seguir mi camino.
Camino que busco a diario.
Día a día trazando el sendero y haciéndolo, lo marco.
Marcado estoy.
La marca la siento y esta dentro, ocupando un hueco.
Hueco estoy porque mi marca es la maldad y es el diablo.
Lucifer entró en mí.
Mía es la vida que marca belcebú.
Lo malo y lo maligno entraron en mí, no debieron, pero están ahí.
Ahí debieron entrar los ángeles y santos que en las escrituras están escritas.
Escribo mi historia, es la de todos.
Todos en nuestro vacío marcados.
Marcados estamos.

¿A quien le entró el bien? ¿Quién fue fuerte para aguantar, hasta llegar a él?
Yo no lo fui.
Fui trazando la vía, con los consejos que no me dieron.
Corrí, ande, pero  no llegó.
Salí, busqué, el mal encontré.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Contemplación


Eso debe de ser, la luz filtrándose a través de cristales multicolor para iluminar la fría piedra. Pájaros ardiendo en la biosfera, un planeta que gira y se balancea, el bosque y las ramas, la punta del dedo y lo que señala, imbécil. Lo mismo da, el átomo y la galaxia, la luz, todas sus formas, mi piel hundiéndose en su piel, el mar lamiendo la playa, el olor a hoguera, el recurso fácil de la enumeración en un texto. Eso debe de ser, está en la música y en las matemáticas, está en cualquier cosa en realidad. Como Huxley absorto en la belleza de sus pantalones de pana bajo el influjo de la mescalina. No hay preferencias. No se trata de la verdad que proporcionan los sentidos, se trata de la capacidad de transcender el estímulo. 


"La Belleza es el resplandor de la verdad, y como el arte es belleza, sin verdad no hay arte" A. Gaudí.

viernes, 13 de febrero de 2015

Cuento de Navidad.

A ojos de alguien que observase la escena sin participar en ella, la misma se desarrollaba de forma un tanto peculiar: un niño de unos ocho años, llamado Luca, está sentado en su cama, tapado hasta el vientre y la espalda contra el cabecero. Está hablandole a alguien que sólo él puede ver. Es la noche de navidad y el chico está nervioso como nunca antes. Parte de su nerviosismo viene dado por la presencia de su interlocutor en su habitación tan tarde en la noche. Cuando se dió cuenta por primera vez se asustó tanto que permaneció totalmente inmóvil, fingiendo dormir con la manta asta la barbilla. Pero el otro le había hablado, le había dicho que no se preocupase, que sabía que estaba despierto y que no debía asustarse de él. El chico se mostraba receloso, pero cuando el otro, que se hacía llamar ''El hombre mágico'', comenzó a hacer monerías y malabares Luca había disfrutado sinceramente del espectáculo. Así es que poco a poco va sintiendo mayor simpatía hacia su nuevo amigo. 
Al principio de la conversación el chico no había podido ver al Hombre mágico. Pero sus ojos empezaban a hacerse a la tenue luz y conseguía distinguir formas y contrastes. Además parecía que su compañero emitiera una luz propia, desde el vientre. Le recordaba a uno de sus juguetes, un gusano con cara de bebé que se iluminaba si lo apretaba. Eso ayudaba a reforzar sentimientos de simpatía hacia él. 
Pasan los minutos y la charla se anima. Luca pregunta una y otra vez: ''¿De dónde eres?'', ''¿Sabes hacer trucos de mágia?'', ''¿Me van a traer la bici que pedí?''. El otro contesta entre cabriolas, modulando su voz de forma caricaturesca. Todas sus respuestas van a satisfacer la curiosidad del niño en tanto que alimentar su fantasía. Pero Luca es un niño intuitivo y pide pruebas. Entonces el hombre mágico se acerca a su cama por el lado de la mesilla. Ahora puede verle con bastante claridad: Tiene la forma de un rombo, como una peonza. Viste ropa muy variada y que se amolda a su extraña forma como en un dibujo. Su cara está pintada como la de un payaso. La inmensa boca roja está tan bien representada que parece realmente una boca gigante, como la de algunos peces de roca. Cuando ya está al lado del niño, se inclina hacia un paquete de galletas que hay en la mesilla de noche, lo coge y lo lanza al aire. Cuando el aperitivo aún está ganando altura, coge el reloj despertador y lo lanza también hacia arriba. Luego un lápiz y por último, cuando las galletas comienzan a bajar, vuela una gran bola de plastilina azul. Entonces inclina la cabeza hacia atrás y abre la boca mirando hacia los objetos que le caen encima. Cuando sus labios se separan, un haz de luz irregular se proyecta hacia el techo. La luz baila como líquida y se eclipsa cada vez que uno de los objetos entra a través de las fauces abiertas. Cuando todos han entrado, el Hombre mágico hace una pirueta hacia atrás y vuelve a los pies de la cama con un ''Ta-dá''. Luca se ríe y aplaude enérgicamente. Justo entonces se da cuenta de que está haciendo mucho más ruido del que debería. Inmediatamente manda callar a su amigo que no para de hacer sonidos cómicos. Pero este le dice que a él solo le pueden oir y ver los niños que no duermen en la noche de navidad, e incluso de ellos, no todos: solo los que tienen una gran imaginación. 
Resulta que solo Luca puede verle u oírle y el niño parece estar totalmente conforme con ello. Es una de las primeras veces que algo es únicamente suyo, su propio asunto. 
Suena una puerta abriéndose al otro lado del pasillo. Es la puerta del dormitorio principal. El chico se estremece y el payaso comienza a hacer bromas al respecto, poniendo cara de falsa preocupación y fingiendo que intenta no hacer ruido. A los pocos segundos su madre abre la puerta. ''¿Qué haces despierto?'' le pregunta. Él se queda callado. No ha pensado una excusa y no quiere hablar hasta tener una salida clara. Entonces el Hombre mágico salta desde una esquina de la habitación y se posa con un solo pie sobre la cabeza de su madre. Ella no parece percatarse de nada y sigue de pie esperando una respuesta. Luca se lleva las manos a la boca instintivamente para reprimir un grito de sorpresa y una posterior carcajada. Su madre se impaciente y adquiriendo un tono más firme le ordena que se duerma, que es muy tarde y mañana tiene que despertarse temprano. El payaso sigue haciendo equilibrios sobre la cabeza de su madre. La situación es tan espectacular para el niño que a penas puede reaccionar. Finalmente asiente con la cabeza, pide perdón y se tumba de lado, tapándose hasta el cuello. su madre se acerca a él, se inclina y le da un beso en la sien. Él no la ve irse. Escucha la puerta cerrarse con cuidado y luego una segunda vez, más lejana. Conoce esos sonidos perfectamente. Y sabe que conviene esperar unos minutos para volver a levantarse. 
''Área despejada, repito, área despejada'' dice con tono militar el Hombre mágico. El chico se sonríe y vuelve a incorporarse. Advierte a su amigo que a partir de ahora deberán hacer menos ruido. El otro hace aparecer una cremallera en una de las comisuras y la hace correr, cerrándose la boca. Luca se ríe en voz baja. Entonces continúan las preguntas. Quiere saber por qué está el Hombre mágico allí, hablando con él. Su compañero le dice que las noches de navidad, a los niños más especiales se les conceden deseos y que él es uno de los gnomos encargados de repartir dichos deseos. El niño queda maravillado e inmediatamente pregunta si se cumple cualquier deseo. ''Cualquiera'' responde el otro.
La imaginación del niño comienza a bullir y ya no presta atención a su alrededor. No puede ver unos finos hilos blancos de vapor que salen de los labios de su nuevo amigo, ni se da cuenta del incipiente olor a galletas y plástico quemado. ''Haremos una cosa'' le dice el Hombre mágico a Luca. ''Primero te llevaré volando al país del deseo más fuerte y allí nos dirán cual es tu mayor deseo''. A estas alturas Luca cree toas las palabras de su amigo. Al fin y al cabo le ha visto engullir varios objetos de escritorio y flotar sobre la cabeza de su madre. Pero la idea de volar le resulta tan lejana e irreal que por un momento no le gusta. El otro capta esto al vuelo. Deja de desprender vapor y comienza a hablar más para convencer al chico. Le dice que si no van allí no podrá saber cuál es su mayor deseo y que sería una lástima gasta el único deseo que tiene en algo que no fuera lo más importante de todos los algos. El chico no puede luchar contra esa lógica, así que comenza a preguntar cómo harían el viaje, cuánto tardaría y todas esas preguntas que indican un cambio de opinión. Las explicaciones le son dadas: saldrán por la ventana y solo necesitarán ir cogidos de la mano para flotar juntos. Inmediatamente después le toca un pie al niño y este empieza a elevarse bajo la manta. Tiene que reprimir un grito de nuevo, pero la sensación de flotar era tan agradable y nueva que en seguida comienza a disfrutarla. Eso basta para que se decida. Se levanta con mucho cuidado y va hacia la puerta de su cuarto. La abre muy despacio para no hacer ni el más mínimo ruido. Se asoma al pasillo y verifica que la luz de la habitación de sus padres está apagada. Al volverse deja la puerta abierta en un descuido. Se sube a la cama y se dirige a la ventana. Comienza a forcejear con el cierre con todo el cuidado posible. Por fin cede uno y la lámina de aluminio se libera y retrocede. Una corriente de aire frío inunda la estancia. Luca no se a dado cuenta pero el Hombre mágico ha desaparecido de su habitación y ahora flota frente a la ventana, a doce metros de altura. El chico se acerca maravillado y saca un poco la cabeza. Mira hacia abajo y vuelve a tener dudas. Es mucha altura desde su piso. Pero el otro le insta a que le agarre la mano, que flotará inmediatamente. No está nada seguro, así que el Hombre mágico se acerca más a la ventana, haciendo piruetas y contorsiones en el aire. Aún así, para Luca está demasiado lejos así que le pide que se acerque y en compensación él mismo saca el cuerpo más a través del marco de la ventana. Las manos están apoyadas en el alfeizar. El otro le anima. ''Vamos chico, tú puedes. Tienes que ser valiente para conseguir tus deseos''. Luca apoya una rodilla en el marco y saca un poco más el cuerpo. No se da cuenta de la puerta que se mueve detrás de él. Solo escucha el estampido de la misma al cerrarse por una ráfaga de viento. El ruido es tan potente en al calma de la noche que hace ladrar al perro de un vecino. También hace dar un traspiés al chico.
A ojos de alguien que observa la escena sin participar en ella, hay un pequeño bulto frente al portal de un bloque de viviendas. Varios pisos por encima alguien grita totalmente fuera de sí a través de una ventana abierta. En pocos minutos comienzan a sonar sirenas y a iluminarse el edificio. 
Con el tiempo varios testigos acabarán por confesar que se pudieron oír risas en las escaleras justo antes de que comenzasen los gritos. Algunos incluso hablarán de que escucharon una bocina o un silbato. Muy pocos confesarán que al niño, que parecía haberse precipitado desde la ventana de su habitación, le faltaba parte de una oreja y tenía marcas de mordiscos en el cuello. Marcas de una mandíbula irreconocible. 

viernes, 16 de enero de 2015

Dolores



Si en el firmamento poder yo tuviera, hoy mismo le mandaba a la luz que desprendiste orden de volver a mi vera, a la verita mía para yo verte cortar el aire con el vuelo de tu falda. Ay Lola, si tú vieras ahora lo que las muchachas bailan... Si ellas te vieran cómo tú inundabas tu arte con el aroma del poderío y lo llenabas todo.
Cómo le dabas pan de amores, limosna, al hambriento de arte que no se atrevía a mirar tus ojos y miraba el talle de tu vestio, como corresponde a una faraona. Cántame al sentio que donde tú me mandes voy, tú que eres la prisión en carne de la misma sangre de los siglos. Tu quejío es mi patria, la memoria de lo que fuimos.
Te revolvías peleando con lo invisible de la emoción de cada verso,
una pausa, un giro, y brillabas con tu pelo erizao.
Pelo y ojos de un felino y madre, qué porte de sultana salpicá de la luna de oriente.
No eras la más bonita pero es verte cantar y de tus manos que arañan el aire, gotas puras de emoción caen, y me convidan a beber de lo que haces brotar de la tabla a cada zapateo.
No habré yo de conocerte, Dolores, pero si queda algo de ti en tu voz cristalizada y tu imagen de luz, creo que lo noto. Que como tú no he visto a ninguna y así a de seguir por el bien de mi cordura.
Que la carne solo empaña con angustias los vientos de tu piel morena y tu voz que me besa el alma.
Qué le va a pasar a la zarzamora, Lola, pues que como tú las cantabas nadie sus penas las canta.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Contenido explícito ♦♦


-Vale, él es un tipo súper normal. Nada fuera de lo común. Digámoslo de este modo: es de ese tipo de personas que jamás ha fracasado pero que aún así nota que no ha conseguido el triunfo que esperaba. Trabaja demasiado a desgana y ha desarrollado mucha vida interior en tanto que hacia fuera actúa por inercia practicada. 

Ese día llega a casa... 

-¿Qué día?

-Ah... Hm... Fuera está chispeando. No se esperaban lluvias a esas alturas de la semana, así que volvía ligeramente humedecido y sin paraguas. Su pelo sí que estaba mojado, propiamente hablando. Empezaba a notar gotas consistentes alrededor de sus orejas y en la nuca.

-¡Me encanta el pelo mojado!

-Shhh, calla o no sigo.
Llega con la cabeza mojada. Entra, hace ruidos que alertan de su presencia. Va a la cocina, al baño y por último al salón. Va soltando prendas aquí y allá hasta quedarse solamente con los pantalones y la camiseta interior blanca de algodón.

-¿Y ella?

-Ella no está en el salón, ni en la cocina, ni en el baño, ni en el pasillo que lo conecta todo. Él sube las escaleras y va al dormitorio. La puerta está abierta. Desde dentro sale una luz anaranjada (de la bombilla en la lámpara de la mesilla, no la del techo) y un olor que lo pone en guardia: huele a jabón. Ella debe de haberse dado un baño antes de su llegada. Ahora está sentada en la cama con la espalda apoyada en el cabecero. Tiene las piernas enfundadas en unos vaqueros viejos con un roto en uno de los extremos del muslo. La mirada de él se atasca unos momentos en ese trozo de piel al aire. Ese trozo de piel al aire. Al levantar la vista se encuentra con esa mirada ácida y perversa que le dice algo así como ''¿otra vez tú?" Entre sus manos sujeta un libro. Él lo ve entre sus piernas, apoyado sobre los muslos flexionados. 

-¿Cuál?

-No lo sé. ¡No me interrumpas cuando me estoy deleitando!
El caso es que ella le habla en un tono de eterno reproche, incluso sin reprocharle nada. Incluso al pedirle que saque la basura, su gesto parece añadir un ''que hace siglos que no la sacas''. O al menos así es como lo percibe él. Apenas atiende a sus palabras, solo sostiene su mirada con actitud ausente. En su mente ya se están desarrollando acontecimientos muy lejanos a la discusión que ella quiere comenzar. Ella se incorpora un poco juntando sus rodillas. La tensión de la tela del pantalón aumenta sobre la piel y todo lo blando que habita debajo de esta busca alivio en el agujero de la tela, precipitándose hacia allí. Nada de esto pasa desapercibido para él. Al contrario; este leve gesto hace estallar algo en alguna parte de su ser cercana a la jaula de la locura. Se dirige a la cama, se sube de rodillas y pone cada una de sus manos en las rodillas de ella. La mira de frente, al otro lado de la cordillera de sus piernas dobladas. Ella está entre la expectación y el recelo. No entiende la mirada que le está dedicando el otro.

Él comienza a separarle las rodillas. Ella se resiste un poco, dado que aún no sabe a qué atenerse. La mano de él vuela desde su rodilla, entre sus piernas, hacia su vientre. Allí descansa el libro. Hace presa, tira y es suyo. Lo lanza por encima de su hombro, al suelo de la habitación. Los dedos de ella quedan lánguidos en su regazo vacío. Pero se recompone de inmediato. Cierra violentamente las piernas y se yergue para estar a mayor altura. ''No había marcado la página'' le dice. ''Además, ¿a qué viene eso de tirarlo? Es un libro valioso. ¿No podías haberme pedido simplemente que dejase de leer? No, tienes que ser raro, tienes que ser tú siempre. ¿Qué te pasa por...''
Estas últimas palabras son como un suspiro, como la respiración acelerada que acompaña al vértigo.
Y esto es así porque mientras ella hablaba, él colocó las manos en sus tobillos. Un tirón contundente hizo que el edredón se deslizara sobre el colchón arrastrándola, otorgándole un tono de asfixia a su voz.

-Dime cómo tiene el pelo ella. Me la estoy imaginando, pero no sé si es como yo la veo.

-Lo tiene rojo y recogido en un moño. Un peinado cómodo para estar en casa leyendo después de un baño, con los vaqueros viejos rotos a la altura del cachete.

-Me pregunto qué habría estado haciendo todo el día...

-Shh... Él ahora tiene las piernas de ella entre las suyas, extendidas. Digamos que está a horcajadas sobre los muslos de ella, que ahora está casi tumbada. Se ha incorporado tras su emboscada, clavando los codos a ambos lados. Hacer esto y gritarle un ''¿¡Qué haces!?'' es todo uno. Se miran: él como si fuese sordo y ella cada vez más crispada. Es una mujer de carácter. Él ni se inmuta, solo la retiene con ambas manos sobre sus piernas y el propio peso de su cuerpo.
Lo siguiente que hace es flexionarse hacia delante, hasta tocar con la nariz el vientre de ella. Aspira el aroma y nota el calor y el tacto del vello dorado que cubre su piel. Ella por su parte nota el placentero roce de su respiración justo por encima de su ombligo. Pero algo le impide dejarse llevar y la mantiene alerta. Lanza sus manos para detenerle, lo que la deja totalmente tumbada, con la cabeza sobre la almohada. En cuanto nota los dedos de ella sobre su cabeza, la agarra por las muñecas, se incorpora lentamente y clava sus manos unidas por encima de la cabeza de ella. Esto provoca una risa sarcástica por parte de la cautiva, que está sorprendida por el rumbo que han tomando los acontecimientos. Pero él no se detiene, no se siente aludido, no presta atención a nada que no entre dentro de sus planes. Hábilmente se las apaña para sujetar ambas manos con una sola de las suyas, quedando la otra libre para hacer y deshacer. En seguida ella comienza a luchar con más intensidad; no le gusta sentirse indefensa ni sometida. Se llena de una ira sorda que solo encuentra salida por sus ojos, que lo fulminan. Pero ya no dice nada.
La mano que le queda libre a él va a parar a la base del cuello de ella, sobre sus clavículas, y la presiona contra la cama. Quiere quitárselo de encima, pero su pulso acelerado la delata. Él sonríe ante este descubrimiento inesperado. Ella lo ve y se vuelve más arisca todavía. Clava sus uñas en la mano que la retiene, pero no consigue reacción por parte de su captor. Parece querer volver a retomar la conversación, pero él se acomoda sobre ella, se flexiona de nuevo y le dice al oído ''No me hables con la boca, cariño''. Esto es lo primero que dice desde que salió de trabajar y se despidió del portero del edificio. Luego muerde y besa su camino desde su oreja hacia abajo, hacia el cuello. Su cuerpo se tensa sobre ella, que lo nota. Sigue resistiéndose pero es incapaz de negarse a sí misma el placer que siente ante este nuevo contacto tan olvidado. Su pulso sigue en aumento y la sangre se vuelve densa en la cabeza, afectando al razonamiento.
Él se yergue sobre sus rodillas y afloja la presión sobre las piernas de ella. ''Date la vuelta'' le dice. Ella quiere responder algo, pero se lo piensa mejor y se gira a regañadientes. Durante la maniobra, que pasa por pasar una pierna sobre la otra en el reducido espacio que él le deja, no se priva de intentar golpear por accidente la entre pierna del que la retiene. Por eso, en cuanto está tumbada boca abajo recibe una contundente mano en la nalga. Él casi pierde la visión en un torbellino de placer oscuro que cubre su mente como la réplica de un terremoto surgido en el contacto de la mano y la pierna. Se siente muy atrevido, muy osado. Ella se ha sobresaltado, no lo esperaba, pero la adrenalina liberada hace que se sienta más eufórica que molesta o dolorida.
La mano que queda libre sube por la espalda de ella. La que se queda abajo, en el muslo, aprieta con fuerza la tela del pantalón. 

-No has dicho qué lleva ella de cintura para arriba.

-Una camiseta cualquiera. La que se pone alguien que no va a dejarse ver mucho. 
La mirada de él adelanta a la mano y cae sobre el poco elaborado moño que corona su cabellera. Para cuando la mano llega, arrastrando la camiseta consigo, el movimiento ya está planificado. Los dedos de él entran desde la nuca, entre las raíces del color del cobre y suben surcando el pelo. Inmediatamente una oleada de endiabladas descargas corren desde los dedos de él sobre la cabeza de ella, incrustándose como un difuso placer en el fondo del cráneo. Continúan las descargas, que llegan en rachas y se intensifican cuando él comienza a tirar de su pelo hacia atrás. 
Las rodillas de ella se flexionan y comienza a elevarse. Un brazo sigue a una mano que levanta el vuelo en una nalga y va a parar a una cadera que se acerca solícita. Desde allí la mano torna de ave a reptil y sube reptando sobre su viente, el vientre de ella. A medida que esto ocurre, él la va acercando hasta que su torso contacta con su espalda y su boca con su nuca. La mano reptil muerde el fruto maduro que es su pecho. Todo sucede al amparo de una camiseta que empieza a sobrar. Así dispuestos, ella se termina de rendir y comienza a reconquistar su placer. Sus manos van al pelo de él, donde se enredan en caricias y tirones. 

-¡Es tan emocionante que me siento culpable solo con oírte!

-A ella también le gusta oírle hablar cerca, con la boca pegada a su oreja. El calor del aliento sobre la piel, nuevas ráfagas de un dulcísimo abandono. Una mano comienza a moverse por el vientre de ella. Se encuentra con un rastro de hilos sueltos y al instante le viene a la memoria el estratégico agujero en la tela. Un movimiento suave, una curva desde la pelvis hacia dentro, siguiendo la línea de la ingle. Los dedos están fríos y cuando impactan contra la carne desnuda provocan un estremecimiento. Ella responde a este envite acomodándose contra él. Él le dice ''desnudate''. ''Tú también'', le responde. Los jadeos ya son evidentes. Desnudos de cintura para arriba comienzan a besarse con dificultad. Pero se besan. Ella está inquieta, no puede controlar una cadencia de movimientos, que se van haciendo cada vez más violentos. No puede evitar huir hacia delante, doblándose hasta alcanzar la cobertura de la cama y cerrar las manos sobre ella. Él la busca y la muerde en la espalda. Luego gira la cabeza y pega su oreja sobre ella. Oye el retumbar de una taquicardia aguda y nota una inmensa urgencia. Los pantalones de ambos desaparecen como en un sueño. Y luego esa frenética desesperación. La pérdida total. Toda su realidad se convierte en esa cama, y todo es tragado hacia su centro, como el agua en un sumidero, como una galaxia....

-¿Y qué significa eso exactamente? ¿Qué ocurre cuando aparecen las estrellas y eso?

-Ah... Quiero creer que aún eres joven para esas cosas. Algún día dentro de no mucho descubrirás nuevas cosas respecto a la relación entre dos personas que se aman. Pero no seré yo quien te hable de ellas.

-¡¿Qué?! ¡No! ¡¡No te atrevas!!

-Vamos vamos, no te pongas así. Si quieres puedo contarte qué estuvo haciendo ella durante la tarde.

-¡No me interesa! ¡Quería saber lo que estaba haciendo! No puedes ocultármelo, sé que algo pasa y sé que tiene que ver con algo ahí abajo, pero no consigo entender qué puede relacionar lo de abajo de una persona con lo de otra. ¡Alguien me lo tiene que decir! Y si no me lo dices considera nuestra amistad terminada.

-Está bien. Prometo contártelo. Otro día.

-Eres lo peor.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Se destila hipocresía.

¡Se destila hipocresía! Leí una vez en el cartel de un bar, su fachada dejaba atónitos a toda persona que pasaba y sin poder evitarlo se tenía que parar. Tal era su belleza que todos se detenían a contemplar. Hablaban de sus curvas, de la fortaleza de sus pilares, del material utilizado para poder crear tal obra de arte. No obstante, nadie quería nunca entrar.
Todos estaban advertidos de la historia que circulaba en la ciudad. ¡En ese bar destilan la hipocresía, no vaya usted a tan mal lugar! Oí decir a una rica señora que por lo visto, tras su entrada, fue conocida en el barrio como una ladrona vulgar. Otra vez, escuché de casualidad, que un señor le decía a otro:
- ¿Sabes que destilan la hipocresía y que condensan la verdad?
El amigo, sonrojado, agachó la cabeza y le comenzó a contar, lo que le ocurrió una fría noche en ese bar. El volumen de sus palabras se tornó casi inaudible, así que jamás me pude enterar, quedándome yo con la curiosidad de qué pudo suceder en aquél dichoso bar.
No obstante, esta noche he decidido dar una vuelta y entrar. He decidido averiguar por mí misma, si son ciertos o no, los rumores que circulan a cerca de destilar la hipocresía que se respira en esta sociedad.
Nada más entrar, me recibe un amable caballero que me conduce hacia una sala inicial.  Allí me dice que me siente, que no me harán mucho esperar. Yo inaudita, obedezco sin rechistar.  El color granate de las paredes y el rojo aterciopelado de los sillones, su confortabilidad, me hacen reaparecer en el claustro materno, lugar en el que la fortaleza de la vida impera sobre lo demás. No me da tiempo a pensar mucho más, pues al cabo de unos segundos me vine a recoger una camarera muy singular. El brillo de su turbante me hipnotiza al caminar, no me fijo mucho en lo que voy dejando atrás. Un corto pasillo blanco, impoluto, en el cual un único cuadro existe haciendo referencia a la inocencia. Al cabo de unos minutos, tengo frente  a mí la barra del bar. Las estanterías están repletas de diversos artefactos que según me cuenta la camarera sirven para destilar la hipocresía y condensar la verdad. Miro alrededor, y observo la cúpula de cristal que me permite observar con transparencia la oscuridad de la noche y el brillo de sus propias estrellas. En frente de mí, a unos metros, hay una gran chimenea donde varias personas alrededor se hallan inmersas en una curiosa tarea. Por lo visto cada uno trae anotaciones sobre qué es lo que piensan de los unos de los otros, de sus vidas y carencias; tras leer las anotaciones y debatir acerca de ellas, todos tiran al fuego sus amarguras y penas. A mi izquierda puedo ver varias mesas, cada una dispuesta de un bello espejo, una silla y un pañuelo nuevo.
¿Un pañuelo? ¿Para qué demonios ponen un espejo y un pañuelo? Sin ser consciente, lo he expresado en voz alta, y el camarero de la barra se ríe a carcajadas. Yo, avergonzada, escondo mi mirada, y él me responde que me contará la curiosa historia de este bar que esconde magia en sus entrañas.
Lo primero que hace diligentemente es servirme una copa de su mejor ron, tras ello, comienza un interrogatorio y una conversación tan profunda, en la que sin ser consciente no puedo dejar de contradecirme y a cada contradicción, él me dice que suspire en el matraz de destilación. Sorprendentemente observo, como a cada soplo, el matraz se llena un poco y  él, como un mago loco, me sonríe educadamente y continúa con su coloquial interrogatorio.
No puedo dejar de contestarle y desconcertada me quedo al final del debate. Él,  orgulloso, me comenta que ahora destilaremos la hipocresía contenida y que al final del proceso, obtendremos las absolutas verdades de mi día a día,  de mi vida.
Yo, impaciente y deseosa, como una niña pequeña, miro con atención y una vez tengo la nueva copa en mi mano, pretendo tomármela de un tirón, a ver si así aparecen las revelaciones que me ha prometido el loco camarero sin vacilación. No obstante, él no me permite darle ni un sorbo, me mira condescendientemente y suavemente me dice al oído que me dirija a las mesas de los pañuelos, y que una vez allí, comience a tomarme mi verdad, a pequeños tragos y mirando siempre el espejo.
Asiento con la cabeza, y camino entre las mesas ocupadas. Al final, veo tres mesas libres y elijo la del espejo de cuarzo y plata.
Tras los primeros sorbos, comienzo a vislumbrar en el espejo mi rutina. Asombrada y asustada, miro a los del alrededor, uno ha salido corriendo, otros dos están con cara de decepción y el resto con una grata sonrisa de felicidad y comprensión. Decido darle otro trago, a ver si así me tranquilizo y aguanto esta locura de tercera dimensión. De nuevo, vislumbro mi vida, el transcurrir de mis días, mis conversaciones, mis peleas, mis pensamientos, los actos míos y de terceros. No puedo no evitar llorar en más de una ocasión, ahora entiendo lo del pañuelo para qué iba ser si no. Ahora comprendo las caras de decepción y la grata sonrisa que se nos queda a todos cuando hemos aceptado felizmente lo que existe en nuestro interior, cuando somos conscientes de los pasos dados y sus consecuentes actos… Tras no sé, ciertamente cuánto tiempo, se me acerca el agradable camarero que antes me atendió, me pide que me levante y efusivamente me estrecha contra su pecho y me dice alegremente ``Bienvenida al bar de las emociones, la verdad y gratitud´´. Yo sin saber qué decirle le correspondo en el abrazo y directamente sin preguntarme me lleva a un gran salón, situado a la derecha y precedido por unas columnas rosa mármol.
Al pasar por delante de la chimenea, antes de entrar en el impactante salón, me fijo en el bello rostro de las personas que antes vi a su alrededor. No es que sean guapas, como esos modelos comerciales, sino más bien bellas reflejan serenidad y cordialidad, empatía y amabilidad… adjetivos que a pocas personas les he podido añadir nada más ver su rostro. Y sin embargo, aquí, en este bar, me encuentro no solo con una sino varias… Lo más sorprendente es que al mirar a la cara a las personas que están en el salón todas tienen como las mismas características, como si sus rostros desprendieran una oleada de energía positiva y vitalidad.
Salgo de mi ensimismamiento, cuando una agradable pareja de dos chicos se me acerca y me ofrecen una copa. Mi primer instinto es decirles que no, pero al instante me declino por aceptar la invitación. Tras presentarnos, nos vamos al enorme balcón, situado encima de un acantilado, donde la fuerza de las olas nos mojará en más de una ocasión. Sin embargo, decidimos charlar en ese rinconcito sin importarnos si nos salpicará el agua o no. Me van explicando cómo poco a poco este bar se ha convertido en su segunda casa, por qué algunos se marchan al no aceptar su verdad y cómo mágicamente al salir de estampida todo el  mundo conoce quiénes son, qué han hecho en realidad.  La respuesta es que al no terminar su copa de verdad, la hipocresía se apodera de ellos pero su disimulada máscara desaparece de pronto y sin más, comienza a percibirse las notas agridulces de mentira y omisión que lanzan en cada palabra y oración.
Me cuentan que a veces ellos también van al juego de la chimenea con otros amigos que han hecho en este bar, y como de este modo, nadie especula o juzga a otro miembro de la comunidad. Claramente y con una gran sonrisa, los dos me dicen a la par, aquí siempre podrás decir la verdad y si en algún momento fuera de este bar, fracasas en la misión, no dudes de que tus pies, un día u otro, te conducirán mágicamente hasta la barra de destilación.

Tras un par de horas de conversación, decido que tengo que abandonar a los dos. He de volver a mi casa y pensar tranquilamente en todo lo sucedido en esta noche sin comparación. No sin antes prometerles que volveré a verlos en este mismo rincón. 

lunes, 10 de noviembre de 2014

Fútil

Maldita sea mi torpeza.
Maldita sea mi mirada.
Maldita mi boca cobarde,
incapaz de confesarte el secreto de mis ojos
que torpemente te miran,
buscando la complicidad de tu sonrisa.

Eres a la vez
la hermosa pasajera de mis pensamientos
y el frío tacto del tiempo que escapa.
El frío tacto de tus dedos en mi cabeza,
llena de dudas, insegura, demasiado poética.

Esta misma cabeza con la que te pienso,
con la que recuerdo la noche en la que recorrí tu cuerpo,
tu piel blanca,
adquiriendo permisos que solo se consiguen en la intimidad del alba.

Era de madrugada y te esperé despierto.
Y casi amanecía cuando me dormí ardiendo,
arrepintiéndome por ese beso que quedó huérfano,
ese que te pedí y que debí haberte robado.

Pero no tengo ese espíritu ladrón,
no es ese mi temperamento.
No soy un conquistador,
solo un poeta inexperto.
Y por eso dormí solo,
y por eso te lo estoy escribiendo.

Ahora me detengo y pienso:
¿De qué sirven estas palabras?
¿De qué este mudo lamento?
Como el cuadro de un pintor ya muerto,
solo sirven para dejar constancia
de lo que esa extraña noche sentí
y de lo que ahora siento.

De nada más sirven,
si me quedo mudo cuando llega el momento,
si mis brazos te abrazan pero no te retienen,
si mi memoria te pinta tras mis ojos
y cuando estás frente a mí los cierro.
Los aparto
y los gestos de cariño los destierro.

Tonto de mí,
que te escribo pero no te hablo.
Que te miro cuando no me miras
y no me atrevo, no,
a regalarte los besos que me guardo.

Me he acostumbrado a desearte a distancia.
Es más seguro.
Pero aún tengo cierta esperanza
de que mi timidez se rompa,
de superar ese muro
que es la inseguridad que me desmonta
y por la que huyo.

Guardo la secreta esperanza de darte estos versos míos.
Antes de que sea demasiado tarde,
antes de que me olvides,
antes de que te hayas ido.
Y que tras leerlos
quieras estar como en mi mente,

conmigo.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Niño-mono

Cuando aún no corrían cables eléctricos bajo el suelo, ni los ruidos de motores competían con los trinos de los pájaros, en un tiempo en el que las personas y sus vidas eran más sencillas, una de esas personas sencillas caminaba por el paseo marítimo de su ciudad. En su diestra cargaba con una pequeña pala de metal, sujetándola por el curtido mango de madera. Una pala de jardinero, pequeña y manejable, idónea para tareas de poca envergadura. De la mano izquierda colgaba una cesta de mimbre flexible, no muy grande. En su interior bailaban a cada paso un buen montón de semillas de distintos tamaños, colores y formas: semillas de aceituna, de limón, de albaricoque, de ciruela... Sin ningún orden estaban amontonadas unas sobre otras; las grandes como islas bañadas por el fluido que conformaba la masa de semillas más pequeñas.
En un punto de su paseo se detuvo. Observó por unos minutos el lugar donde se encontraba, mirando con especial atención el suelo pavimentado. En un par de ojeadas descubrió algo que le interesó: una pequeña grieta en el suelo no más ancha que un boquerón y más o menos de la misma longitud. Se acuclilló para inspeccionarla bien, dejando su carga a un lado pero aún al alcance. Tocó con los dedos las dimensiones de la grieta. Cuando se convenció de que era un buen lugar, cogió la pala y comenzó a arañar la tierra suelta que rellenaba el agujero y fue amontonándola a un lado. No paró hasta que la profundidad fue igual a la de su dedo índice extendido. Entonces metió la mano en la cesta y comenzó a mezclar las semillas con los dedos. Esto le producía un gran placer e incluso se sentó cómodamente frente al pequeño hoyo para disfrutar más plenamente de su actividad.
Sus dedos esquivaban y apartaban las semillas de mayor tamaño, concentrándose en las más pequeñas. cuando tuvo un pequeño montón agrupado bajo sus dedos, extrajo la cantidad máxima de semillas que pudo cerrando sus dedos sobre su palma. Levantó un poco su mano y la sacudió suavemente para permitir que cayesen al cesto las semillas que no estaban firmemente sujetas. Habiendose asegurado de que no quedaba ninguna semilla pegada a la mano, la sacó por completo y la abrió frente a sí. Inmediatamente se desplegaron las semillas como piedrecitas de litoral, brillantes y de muchos colores.
Observó pacientemente, moviéndolas con cuidado con el índice de la mano que tenía libre. Finalmente eligió tres blancas semillas de pomelo, devolviendo las demás a la cesta. Las elegidas fueron depositadas en el agujero y antes de taparlas con la tierra extraída, les habló así: ''Yo solo soy una persona. Mi vida es corta y está repleta por los cuatro costados de insignificancia. El viento, el agua, el sol, todos esos dioses caprichosos, podrían barrerme de este mundo como yo me sacudo una pequeña hormiga que pasee perdida por mi brazo. No seré recordado cuando eso ocurra. La fortuna no me ha provisto de riquezas ni de poder para hacer al mundo sensible a mi existencia y no creo poseer el tiempo suficiente para alcanzar en la vida una posición relevante. Pero todo eso me es indiferente, porque mi esperanza es un manto cálido que me protege del frío de no saber, de haber a penas existido. Y esa esperanza reside en vosotras, semillas. Creced y no me olvidéis, que cuando crezcáis y la gente coma de vuestros frutos, será mi vida la que los nutra, quedamente, como el sol os alimentará a vosotras, sin esperar nada a cambio''.
Cubrió el hoyo con suavidad. Completó su ritual derramando unas gotas de agua de una bota de piel de cabra que llevaba al cinto. Entonces volvió a atar la cantimplora, cargó la pala en la diestra y la cesta en la siniestra y continuó su marcha.


* * * * *

Había una ciudad que era una península en sí misma, rodeada de mar por todos sus costados. Un itsmo de a penas cincuenta metros de anchura la unía a la tierra firme y constituía el único punto de acceso para los visitantes así como el único punto de salida para sus habitantes. En esa ciudad, los más humildes vivían según las mareas y los arrabales más distantes a la ciudadela tenían suelos de arena fina que no se molestaban en barrer. Hacia el interior, sobre lo que una vez fuera una roca emergida del mar a varias millas de la costa, se alzaba la auténtica ciudad. Esta estaba rodeada de una gruesa muralla hecha de cierta piedra única, incrustada de conchas. Más allá de la muralla se desplegaba un entramado de callejuelas pequeñas y sinuosas, herencia arquitectónica de las gentes que en ellas se establecieron en la antigüedad. Y al llegar al mar, morían en un acantilado que bordeaba gran parte del centro urbano. Una ciudad tallada en una roca en medio del mar, capaz de precisar como ninguna otra en la región el momento exacto en el que el sol desaparecía por poniente, hundiéndose en el infinito horizonte del océano abierto.
En esa ciudad vivía un muchacho, entre cientos de otros muchachos y muchachas. Gustaba de las mismas cosas que los demás y vivía su juventud recién adquirida como correspondía. Amaba la música, la literatura y los pequeños quehaceres como la pesca o los paseos en bicicleta. Desde su punto de vista no se consideraba especial, no creía ser distinto a los que le rodeaban. Más bien gozaba de la calma y la plenitud que otorga el sentirse parte del entramado de algo superior. No le pedía nada más a la vida que poder subsistir de esa calma y esa seguridad, jamás dejar de ver el brillo del océano y disfrutar del sol en primavera. Esa era su primavera.


No se podría especificar si fue un buen o un mal día en el que aceptó la invitación de unos amigos para ir a buscar nidos de tórtola. Jamás se sabrá si fue ese detalle en su vida lo que le trajo la mayor dicha o en cambio lo hundió en un abismo insondable. Lo que sí sabía entonces el muchacho era que para llegar al nido de una tórtola hay que escalar el árbol. Así que se dirigieron a un jardín que bordeaba uno de los acantilados de la periferia de la ciudadela. Les gustaba ese jardín porque, a diferencia de los jardines señoriales que estaban trazados geométricamente, este poseía una disposición totalmente irregular. Y no solo en la distribución de las plantas y parterres, sino en la variedad de los vegetales: parecían haber surgido fruto de la caída de un barril lleno de semillas distintas que se hubiesen desparramado en derredor tras el impacto. La retama crecía a los pies del ciruelo, la zarzamora surgía aquí y allá adherida a cualquier superficie que le diese sustento; a nivel de suelo menta, matas de tomillo y albahaca, helechos verdes e incluso alguna seta en los rincones más oscuros. La cúpula de esta pequeña extensión selvática estaba formada por las ramas entrelazadas de árboles frutales. Había allí un membrillo, algunos manzanos de distintas variedades, un par de limoneros, un imponente pomelo repleto de frutos, una higuera que se retorcía en busca de sol en uno de los flancos.
 Pero uno de los árboles predominaba sobre todos los demás: un magestuoso ficus cuyo perímetro solo podía ser delimitado haciendo un corro de al menos diez niños. Sus raíces y su tronco eran un continuo sin ninguna marca que determinase donde empezaba cada uno. Y era este detalle, junto con el tamaño de sus ramas, el que hacía del ficus la opción principal para los escaladores. Todos se reunieron, se dieron indicaciones innecesarias, se discutió un poco sobre qué hacer si se encontraban huevos y mucho sobre qué hacer si lo que se encontraba eran poyos. Cuando terminó el tiempo de las palabras, todos se pusieron a inspeccionar el tronco del árbol en busca del punto más accesible. Algunos de los muchachos se rindieron en esta primera etapa. Otros hicieron el intento de izarse con la fuerza de sus brazos y el cansancio pronto les hizo seguir los pasos de los primeros. Poco a poco y sin ningún avance significativo los chicos fueron abandonando sus pretensiones de subir al árbol y se sentaron a su alrededor a observar a los que aún se mostraban tenaces o simplemente a jugar a otra cosa. Finalmente alguien consiguió trepar a la primera línea de ramas horizontales y un gran número de ellos se apresuraron a mirar al escalador victorioso, a felicitarle o a desalentarle. 
No todos en cambio: al otro lado del tronco, lejos de la algarabía y totalmente desapercibido, el chico conseguía paso a paso abrirse camino por entre los nudos de las raíces. Cuando por fin consiguió asentarse en una ancha rama pudo ver a sus compañeros abajo, al otro lado del árbol, aún cambiando impresiones con el primer escalador. Se dio cuenta de que él estaba más alto y quiso hacerselo ver a los que allá abajo parloteaban. Pero ni sus gritos ni sus gestos pudieron penetrar la densa masa de cacareos que envolvía a los otros. Tras unos minutos intentándolo decidió parar. Miró a su alrededor y solo vio el follaje del árbol y el mar a su través como pequeñas manchas cambiantes de azul y blanco. Miró hacia arriba y no vio el cielo sino su claridad a través de las hojas y las ramas. Miró hacia abajo y un sobresalto le hizo pensar que se caería inevitablemente. Esto le empujó a sentarse y en cuanto lo hubo hecho se sintió más seguro. Se sintió incluso cómodo. 
Tras cinco minutos observando el infinito en las arrugas de la corteza del árbol, olvidó que lo que buscaba eran nidos e tórtola. Olvidó también que abajo jugaban sus amigos -que también lo habían olvidado a él-. Olvido la ciudad que estaba delante, a por todos lados, pero que quedaba oculta y desfigurada tras las ramas y las hojas. Se meció en su cuna y se dejó embriagar por los suaves aromas que venían del suelo. Y justo cuando estaba a punto de olvidarse de sí mismo, recordó que no sabía cómo bajar de aquella rama. No quería bajar ya, pero la idea de no poder volver a bajar se le antojaba como el garbanzo bajo la sábana que no le deja a uno conciliar el sueño. Pronto los olores comenzaron a resultarle agresivos, y la rama se estrechaba bajo sus piernas amenazando con desaparecer y dejarle caer al vacío. Sin pensarlo demasiado comenzó a moverse hacia el tronco central. Dibujó un mapa mental con lo que vio y comenzó el descenso. Descubrió que si no pensaba en lo que hacía, le iba mejor y se asustaba menos. Finalmente llegó al suelo y no tardó en unirse al juego de los demás, casi olvidando que había estado tan lejos.

En la casa en la que se crió había un pequeño balcón desde el que se podía ver la calle a unos cuatro metros por debajo. Cuando tuvo edad para asomarse cómodamente, debió esperar a tener edad para tener permiso. Y cuando tuvo permiso comenzó a invertir tiempo en mirar la calle y a las personas pasar. Observó muchas cosas que pasan desapercibidas a ras de suelo. Vio a un perro matar a una paloma una vez: el chasquido de la mandíbula del perro le alcanzó y le hizo sentir mal. En otra ocasión vio a dos amantes besándose a escondidas, asomándose continuamente desde se escondite para ratificar su intimidad. Fue una vez que vio pasar a un muchacho con una carretilla llena de perros cómodamente sentados cuando se percató de que él miraba pero no era visto: la carcajada que salió de su garganta a penas alcanzó a los transeúntes como un leve murmullo. Nadie se percataba de que él estaba allí mirando. Esa misma tarde que vio la carretilla de perros, se fue solo al jardín.
El lugar estaba vacío cuando llegó. No supo el porqué, pero este detalle le resulto reconfortante. No recordaba haber pensado en si había o no gente cuando vino la última vez con los demás. Pero ahora estaba solo. Intuía que quizás ambas cosas estaban relacionadas. Mientras pensaba esto había alcanzado ya el árbol y giraba a su alrededor en busca de la ruta. Encontrarla con la vista y encaminarse hacia ella fueron una misma cosa. Y comenzó a escalar.
Alcanzó la rama en menor tiempo, encontrando nuevos puntos de sujeción que había pasado por alto la primera vez. Una vez asentado en la rama, miró fugazmente a su alrededor y luego hacia las ramas que estaban por encima de él. Quería seguir subiendo porque pensaba que más arriba había nuevos secretos que descubrir. Además estaría aún más oculto dentro del árbol. Pero el miedo a caer seguía ahí y se acentuaba al tantear el nuevo tramo de recorrido vertical. Alargó los brazos cuanto pudo en busca de algún saliente, pero nada. Se había topado con un camino sin salida, así que se sentó en la rama como la última vez y miró el tronco en detalle y como conjunto. Comenzó a moldearlo en su cabeza y de forma inconsciente lo imaginaba moldeado en forma de escalera. Entonces surgió en su mente la idea de construir un camino allí donde no había. Solo necesitaría clavos, tablas y un martillo. Siguió imaginando cómo sería la escalera, cuántos peldaños haría falta, cómo los clavaría  y así estuvo hasta que la primera ráfaga de brisa nocturna le hizo estremecerse. Se desperezó y bajó. El jardín seguía vacío.

Pasaron las semanas. En los ratos de soledad, el muchacho iba al árbol. Se decía ''Voy a mi árbol'', aunque no se lo decía a los demás. Una vez construida la escalera, había subido a la bifurcación de dos ramas aún con el martillo en la mano y un puñado de clavos en el bolsillo. Puede que no hubiese secretos ocultos en estas ramas más altas, pero sin duda se estaba aún más al abrigo del árbol. Era como estar en el corazón de una gran bestia. Pero estas ramas en las que ahora estaba, tenían la peculiaridad de estrecharse mucho e su zona superior, como el lomo de algún reptil prehistórico, y era casi imposible sentarse cómodamente. La idea surgió sola de nuevo: construiría una plataforma con las tablas sobrantes. Y así lo hizo.Y el resultado fue más que satisfactorio. Ahora podía sentarse cómodamente e incluso tumbarse en casi toda su longitud y descansar como en una hamaca.
La temperatura no parecía cambiar nunca en el centro del árbol, por eso no notó la venida de la noche. El calor que se acumulaba en la pequeña plataforma de madera le mantuvo cómodo hasta bien entrada la noche. Fue una gota de condensación que le cayó en el cuello lo que lo despertó de su sueño. Abrió los ojos a una oscuridad levemente inferior a la de los ojos cerrados. Se movió a tientas y comenzó a reconocer el terreno. Inmediatamente le urgió bajar. Debía de ser muy tarde y nadie sabía dónde estaba -pues no lo había dicho-. Esa noche, pasada la hora de la cena que no hubo en su casa, fue muy reprendido y tuvo que confesar que se había quedado dormido en el jardín. No dijo nada de haber dormido en el árbol en sí.

Tras su primera gran problema, se mostró reticente a volver al árbol. Luego pensó que después de todo el trabajo que había invertido en adecuarlo a sus necesidades, sería estúpido abandonarlo. Además ya había estado elaborando planes y bocetos mentales sobre nuevas reformas. A los pocos meses disponía de un par de metros cuadrados de suelo firme y regular, dos pequeñas paredes que cubrían el flanco más expuesto del bastión, una estantería incrustada en el tronco del árbol y un tejado inclinado en construcción. 
Ahora que su refugio era más grande, su preocupación se hizo también más grande: ¿y si alguien lo veía desde abajo? ¿Y si le veían a él subir o bajar? Se decidió a tomar medidas cautelares y desde ese día se organizó de modo que iba al árbol solo en los momentos libres en los que sabía que el jardín estaría vacío. Trabajaba solo en las horas de mayor sol, cuando la calle arde y la gente se queda en sus casas con los ventanales abiertos y las cortinas echadas. Él tenía miles de ventanas que cambiaban cada día y por ellas corría un viento marino que le mantenía fresco en su trabajo. Poco a poco empezó a familiarizarse con el árbol. Ahora subía y bajaba sin acelerar su respiración y no concebía la posibilidad de caerse a menos que se adentrase sobre alguna rama nueva. Las ramas que nunca había pisado desprendían un calor distinto a las ramas a las que estaba acostumbrado y eso le hacía moverse torpemente. Pero a medida que volvía a pasar la sensación cambiaba y comenzaba a interiorizar esa nueva rama. Así fue descubriendo los confines del árbol. Llegó el día en el que pudo asomarse hacia afuera: vio el océano. Hundió en él sus preocupaciones y fundó una esperanza ciega en la vida en el árbol. ''¿Qué otra vida le ofrece a uno estas perspectivas?''

Ya no jugaba. Ahora tenía pelo en la cara y salía con jóvenes como él, pero no jugaban. Hablaban, principalmente, y lo más cercano al juego era practicar algún deporte en grupo. Pero a él lo seguían considerando un niño. Muchas veces caminaba como haciendo equilibrios en un suelo totalmente firme, o se subía de un salto a un banco o un bordillo. Se encaramaba de las farolas y se reía. A nadie le disgustaba aquello, de hecho les divertía. Él también se divertía, pero que ellos estuviesen o no allí, normalmente no importaba. Se divertía emulando que estaba en el árbol, saltando por ramas nuevas o inventadas. Hablaba y se relacionaba como todos los demás, pero por otro lado tenía placeres y felicidades ocultos. Aún nadie sabía  nada del árbol o la cabaña que ya tenía tras paredes bien formadas y ventanas en dos de ellas. Incluso una almohada de confección propia y un saco de harina de panadero cortado por la mitad como alfombra. El techo era firme, rematado en sus bordes con canalizaciones que drenaban el agua hacia fuera. Cada vez era la cabaña más cómoda y agradable. Pero por otro lado, las nuevas modificaciones le tomaban cada vez más tiempo, por su mayor complejidad. Recordaba como en a penas media hora había construido la primera escalera. Ahora pasaba tardes enteras remodelando su nido de persona, pensando en qué le vendría bien. Y al terminar normalmente gustaba de relajarse allí mismo, mirando al mar desde alguna rama alejada, o subiendo al techo de la cabaña para tomar el sol. Estas largas tardes de ausencia fueron resultando menos sostenibles a medida que el muchacho crecía y adquiría responsabilidades. Pero no estaba dispuesto a abandonar todo ese trabajo sin luchar.
Al principio creía que era posible unificar su vida en el árbol como un pasatiempo en su vida cotidiana de ciudadano. Pero para eso lo más cómodo sería informar a la gente a su alrededor de este pasatiempo tan singular, y eso atraería sin duda la atención de indeseables que quisiesen apoderarse de su cabaña. Solo podría contárselo a sus seres más cercanos y queridos. Primero se lo contó al mar, luego al sol. Al viento no hubo que ir a contárselo: ya lo sabía desde el primer clavo sobre la madera, pues era él quien subía el olor de la albahaca hasta lo alto del árbol. Quiso contárselo a las hormigas pero no parecían prestarle ninguna atención. No sintió deseos de contárselo a ninguna persona. 

Él siguió preocupado por el riesgo de ser descubierto, pero los años pasaron y como por arte de magia nadie nunca se percató de su cabaña y sus hábitos arborícolas. El hecho de hacerse mayor implicaba más responsabilidad y a la vez más libertad de movimiento y más posibilidades. Podía pasar la noche en el árbol hasta muy tarde si era un fin de semana y tenía alguna buena excusa. No le gustaba mentir, pero le encantaba estar en el árbol y le resultaba desagradable no poder estar allí. Esto no significa que no disfrutase del resto de su tiempo. Pero la mera existencia de ese lugar era la fuente de gran parte de su energía. Pensaba en qué podía añadirle, o qué nueva rama podría colonizar. Pensaba en fabricar un depósito de agua limpia o algún sistema para poder ir al baño sin tener que descender. Con lo que aprendía en la escuela y por su cuenta, iba identificando las plantas y animales de su alrededor y asignándoles utilidades. Podía alimentarse de los frutales si le entraba el hambre, y en algunas plantas a ciertas horas se puede encontrar algo de agua limpia. Si le faltaban clavos podía usar las hebras de tal o cual arbusto como ligaduras. Y así iba cada vez sintiendose más cómodo a esa altura. 



domingo, 19 de octubre de 2014

Vol.1

Bienvenido a la muerte de tu existencia. A buscarle el sentido a las palabras después de hilarlas. Abraza estos futuros malos recuerdos. Contempla con la vista desenfocada todo lo que un día en el mundo puede hacer pasar por delante de ti. Un sol amarillo como un moneda gigante en el horizonte de colinas. El otoño, el viento que ya conoces, los molinos eléctricos en cierta dirección. Poder saber, saberse mal.
Hacerse cargo de la vida es un reto, o nada, según como lo quieras ver. Bueno o malo pierden su peso. El agua sigue saliendo del grifo y está limpia, no tengo que luchar. Pero es todo tan arbitrario, y parece que los muebles de la cocina guarden secretos del mundo que yo no conozco. Los interrogo por gritos de necesidad de mi vientre, me responden en vacío, el cinturón se asusta: se acerca la hora de hacerle un nuevo agujero. 
El corazón se me desboca solo. Es demencial. Me descubro en taquicardias sin explicación directa. Temo el día en el que ese tipo de inquietudes se apoderen de mi conciencia. 
Hay días que no veo calidad ni obra ni nada. Busco la forma de explicar la idea, de corrido, que me resulte más agradable, o si lo prefieres, más acorde a lo que busco decir. Empiezo por algo y voy aumentándolo con mayor o menor idea previa. Las palabras salen a chorro. Pero tal como llegan se unen a una idea imperante, mutan y se trasladan, se buscan mutuamente para conformar una pieza que tenga el mayor sentido; incluso se buscan con cierta picardía para decir tal o cual cosa en distintos tonos. Entonces empiezan a secarse muy rápido, se petrifican y me encuentro de nuevo en la linea de salida. Como al terminar una cita: has conseguido algo, sea lo que sea, pero cuando te quedas solo vuelves al punto de partida con las condiciones ligeramente cambiadas. Pero tú ya has quedado con ella varias veces y ya has probado el veneno, así que vas más sobre... Voy más sobre seguro.
Esto es como la hoja del diario de un loco. Expresando condiciones absurdas, mensajes crípticos, ambigüedades... A veces me siento en la obligación de darlo. A veces necesito creer que comparto. Otras es un mensaje, más o menos concreto. Casi todo divagaciones, influenciadas por la música que esté oyendo en cada etapa. Cojo vivencias o las invento, creo vidas, vivo en ellas, me alejo en mi bote y remo hacia dentro. 
Intento escribir como hablo, y hablo como a punto de arrancarme a predicar. Pero es que veo cosas.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Curriculum

Así se presentan los insolentes como yo: 

Mi nombre es Mohamed Mohamed Ali. Nací el 12 de septiembre de 1992, en la ciudad autónoma de Ceuta. Varias mudanzas me llevaron a Algeciras en el año 2000, creo, donde he vivido los último 14 años de mi vida con mi familia.
Ningún otro detalle de mi vida tiene gran relevancia, y seguir ahondando solo serviría para crear una imagen falsa de lo que soy. Joven de ascendencia magrebí blablabla. Soy estudiante universitario. No tengo experiencia profesional. A nivel personal tengo como referencia principal un blog que comparto con amigos llamado Colectivo Albaricoques, y otro en el que solo participo yo llamado Cómo decir la verdad.
Lo interesante sobre mi persona es que tengo una visión del mundo muy concreta y muy personal. Algo así como un estilo propio, que no deja de ser mi subjetividad uniendose a mi creatividad y mis conocimientos. No soy bueno escribiendo, no en un sentido estricto. A la hora de crear un texto, soy capaz de configurarlo de manera que resulte atractivo por sucio y directo. Es como si le hubiesen dado una buena educación a un cani de barrio, y lo que surge de eso es una escritura poco ortodoxa, hecha como me sale. A la gente, sobretodo la gente joven, le encanta ese tipo de cosas. Poetas borrachos que hablan de putas y heroína en plata, solo que yo solo puedo hablar de amoríos de verano y escarceos con drogas blandas. Y aún así, les gusto. Supongo que me gusta hacer a la gente sentirse incómoda. En definitiva tengo muchos malos sentimientos dentro de mi, los empaqueto, los envío y hago que sea otro el que se sienta mal. Luego vienen y me lo agradecen.
Lo siento si suena arrogante, pero la sinceridad es algo primordial en mi vida al igual que en mi "obra" -suena ridículo decir que tengo una obra-; digo las cosas como son en mi cabeza, pero entiendo perfectamente que no tengo la razón. Solo lo hago porque sé hacerlo.
Y no, no tengo nada publicado, excepto un pequeño relato bastante mediocre en una revista independiente (donde digo independiente podría haber dicho amateur o taleguera, pero no sé si es buena idea dado que no sé quién leerá esto).
Por ultimo solo quiero añadir que soy la peor persona posible para definirme a mi mismo. Todo lo dicho con anterioridad acerca de mi personalidad puede ser totalmente falso.
Un saludo.


Así, sin faltar, sin sobrar. Espero que si eso llega a alguna autoridad en materia cultural del municipio, no se escandalice mucho. Igualmente espero que se escandalice algo.