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miércoles, 12 de noviembre de 2014

Se destila hipocresía.

¡Se destila hipocresía! Leí una vez en el cartel de un bar, su fachada dejaba atónitos a toda persona que pasaba y sin poder evitarlo se tenía que parar. Tal era su belleza que todos se detenían a contemplar. Hablaban de sus curvas, de la fortaleza de sus pilares, del material utilizado para poder crear tal obra de arte. No obstante, nadie quería nunca entrar.
Todos estaban advertidos de la historia que circulaba en la ciudad. ¡En ese bar destilan la hipocresía, no vaya usted a tan mal lugar! Oí decir a una rica señora que por lo visto, tras su entrada, fue conocida en el barrio como una ladrona vulgar. Otra vez, escuché de casualidad, que un señor le decía a otro:
- ¿Sabes que destilan la hipocresía y que condensan la verdad?
El amigo, sonrojado, agachó la cabeza y le comenzó a contar, lo que le ocurrió una fría noche en ese bar. El volumen de sus palabras se tornó casi inaudible, así que jamás me pude enterar, quedándome yo con la curiosidad de qué pudo suceder en aquél dichoso bar.
No obstante, esta noche he decidido dar una vuelta y entrar. He decidido averiguar por mí misma, si son ciertos o no, los rumores que circulan a cerca de destilar la hipocresía que se respira en esta sociedad.
Nada más entrar, me recibe un amable caballero que me conduce hacia una sala inicial.  Allí me dice que me siente, que no me harán mucho esperar. Yo inaudita, obedezco sin rechistar.  El color granate de las paredes y el rojo aterciopelado de los sillones, su confortabilidad, me hacen reaparecer en el claustro materno, lugar en el que la fortaleza de la vida impera sobre lo demás. No me da tiempo a pensar mucho más, pues al cabo de unos segundos me vine a recoger una camarera muy singular. El brillo de su turbante me hipnotiza al caminar, no me fijo mucho en lo que voy dejando atrás. Un corto pasillo blanco, impoluto, en el cual un único cuadro existe haciendo referencia a la inocencia. Al cabo de unos minutos, tengo frente  a mí la barra del bar. Las estanterías están repletas de diversos artefactos que según me cuenta la camarera sirven para destilar la hipocresía y condensar la verdad. Miro alrededor, y observo la cúpula de cristal que me permite observar con transparencia la oscuridad de la noche y el brillo de sus propias estrellas. En frente de mí, a unos metros, hay una gran chimenea donde varias personas alrededor se hallan inmersas en una curiosa tarea. Por lo visto cada uno trae anotaciones sobre qué es lo que piensan de los unos de los otros, de sus vidas y carencias; tras leer las anotaciones y debatir acerca de ellas, todos tiran al fuego sus amarguras y penas. A mi izquierda puedo ver varias mesas, cada una dispuesta de un bello espejo, una silla y un pañuelo nuevo.
¿Un pañuelo? ¿Para qué demonios ponen un espejo y un pañuelo? Sin ser consciente, lo he expresado en voz alta, y el camarero de la barra se ríe a carcajadas. Yo, avergonzada, escondo mi mirada, y él me responde que me contará la curiosa historia de este bar que esconde magia en sus entrañas.
Lo primero que hace diligentemente es servirme una copa de su mejor ron, tras ello, comienza un interrogatorio y una conversación tan profunda, en la que sin ser consciente no puedo dejar de contradecirme y a cada contradicción, él me dice que suspire en el matraz de destilación. Sorprendentemente observo, como a cada soplo, el matraz se llena un poco y  él, como un mago loco, me sonríe educadamente y continúa con su coloquial interrogatorio.
No puedo dejar de contestarle y desconcertada me quedo al final del debate. Él,  orgulloso, me comenta que ahora destilaremos la hipocresía contenida y que al final del proceso, obtendremos las absolutas verdades de mi día a día,  de mi vida.
Yo, impaciente y deseosa, como una niña pequeña, miro con atención y una vez tengo la nueva copa en mi mano, pretendo tomármela de un tirón, a ver si así aparecen las revelaciones que me ha prometido el loco camarero sin vacilación. No obstante, él no me permite darle ni un sorbo, me mira condescendientemente y suavemente me dice al oído que me dirija a las mesas de los pañuelos, y que una vez allí, comience a tomarme mi verdad, a pequeños tragos y mirando siempre el espejo.
Asiento con la cabeza, y camino entre las mesas ocupadas. Al final, veo tres mesas libres y elijo la del espejo de cuarzo y plata.
Tras los primeros sorbos, comienzo a vislumbrar en el espejo mi rutina. Asombrada y asustada, miro a los del alrededor, uno ha salido corriendo, otros dos están con cara de decepción y el resto con una grata sonrisa de felicidad y comprensión. Decido darle otro trago, a ver si así me tranquilizo y aguanto esta locura de tercera dimensión. De nuevo, vislumbro mi vida, el transcurrir de mis días, mis conversaciones, mis peleas, mis pensamientos, los actos míos y de terceros. No puedo no evitar llorar en más de una ocasión, ahora entiendo lo del pañuelo para qué iba ser si no. Ahora comprendo las caras de decepción y la grata sonrisa que se nos queda a todos cuando hemos aceptado felizmente lo que existe en nuestro interior, cuando somos conscientes de los pasos dados y sus consecuentes actos… Tras no sé, ciertamente cuánto tiempo, se me acerca el agradable camarero que antes me atendió, me pide que me levante y efusivamente me estrecha contra su pecho y me dice alegremente ``Bienvenida al bar de las emociones, la verdad y gratitud´´. Yo sin saber qué decirle le correspondo en el abrazo y directamente sin preguntarme me lleva a un gran salón, situado a la derecha y precedido por unas columnas rosa mármol.
Al pasar por delante de la chimenea, antes de entrar en el impactante salón, me fijo en el bello rostro de las personas que antes vi a su alrededor. No es que sean guapas, como esos modelos comerciales, sino más bien bellas reflejan serenidad y cordialidad, empatía y amabilidad… adjetivos que a pocas personas les he podido añadir nada más ver su rostro. Y sin embargo, aquí, en este bar, me encuentro no solo con una sino varias… Lo más sorprendente es que al mirar a la cara a las personas que están en el salón todas tienen como las mismas características, como si sus rostros desprendieran una oleada de energía positiva y vitalidad.
Salgo de mi ensimismamiento, cuando una agradable pareja de dos chicos se me acerca y me ofrecen una copa. Mi primer instinto es decirles que no, pero al instante me declino por aceptar la invitación. Tras presentarnos, nos vamos al enorme balcón, situado encima de un acantilado, donde la fuerza de las olas nos mojará en más de una ocasión. Sin embargo, decidimos charlar en ese rinconcito sin importarnos si nos salpicará el agua o no. Me van explicando cómo poco a poco este bar se ha convertido en su segunda casa, por qué algunos se marchan al no aceptar su verdad y cómo mágicamente al salir de estampida todo el  mundo conoce quiénes son, qué han hecho en realidad.  La respuesta es que al no terminar su copa de verdad, la hipocresía se apodera de ellos pero su disimulada máscara desaparece de pronto y sin más, comienza a percibirse las notas agridulces de mentira y omisión que lanzan en cada palabra y oración.
Me cuentan que a veces ellos también van al juego de la chimenea con otros amigos que han hecho en este bar, y como de este modo, nadie especula o juzga a otro miembro de la comunidad. Claramente y con una gran sonrisa, los dos me dicen a la par, aquí siempre podrás decir la verdad y si en algún momento fuera de este bar, fracasas en la misión, no dudes de que tus pies, un día u otro, te conducirán mágicamente hasta la barra de destilación.

Tras un par de horas de conversación, decido que tengo que abandonar a los dos. He de volver a mi casa y pensar tranquilamente en todo lo sucedido en esta noche sin comparación. No sin antes prometerles que volveré a verlos en este mismo rincón. 

1 comentario:

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