¡Se destila hipocresía! Leí una vez en el cartel de un bar,
su fachada dejaba atónitos a toda persona que pasaba y sin poder evitarlo se
tenía que parar. Tal era su belleza que todos se detenían a contemplar.
Hablaban de sus curvas, de la fortaleza de sus pilares, del material utilizado
para poder crear tal obra de arte. No obstante, nadie quería nunca entrar.
Todos estaban advertidos de la historia que circulaba en la
ciudad. ¡En ese bar destilan la hipocresía, no vaya usted a tan mal lugar! Oí
decir a una rica señora que por lo visto, tras su entrada, fue conocida en el
barrio como una ladrona vulgar. Otra vez, escuché de casualidad, que un señor
le decía a otro:
- ¿Sabes que destilan la hipocresía y que condensan la
verdad?
El amigo, sonrojado, agachó la cabeza y le comenzó a contar,
lo que le ocurrió una fría noche en ese bar. El volumen de sus palabras se
tornó casi inaudible, así que jamás me pude enterar, quedándome yo con la
curiosidad de qué pudo suceder en aquél dichoso bar.
No obstante, esta noche he decidido dar una vuelta y entrar.
He decidido averiguar por mí misma, si son ciertos o no, los rumores que
circulan a cerca de destilar la hipocresía que se respira en esta sociedad.
Nada más entrar, me recibe un amable caballero que me
conduce hacia una sala inicial. Allí me
dice que me siente, que no me harán mucho esperar. Yo inaudita, obedezco sin
rechistar. El color granate de las
paredes y el rojo aterciopelado de los sillones, su confortabilidad, me hacen
reaparecer en el claustro materno, lugar en el que la fortaleza de la vida
impera sobre lo demás. No me da tiempo a pensar mucho más, pues al cabo de unos
segundos me vine a recoger una camarera muy singular. El brillo de su turbante
me hipnotiza al caminar, no me fijo mucho en lo que voy dejando atrás. Un corto
pasillo blanco, impoluto, en el cual un único cuadro existe haciendo referencia
a la inocencia. Al cabo de unos minutos, tengo frente a mí la barra del bar. Las estanterías están
repletas de diversos artefactos que según me cuenta la camarera sirven para
destilar la hipocresía y condensar la verdad. Miro alrededor, y observo la
cúpula de cristal que me permite observar con transparencia la oscuridad de la
noche y el brillo de sus propias estrellas. En frente de mí, a unos metros, hay
una gran chimenea donde varias personas alrededor se hallan inmersas en una
curiosa tarea. Por lo visto cada uno trae anotaciones sobre qué es lo que
piensan de los unos de los otros, de sus vidas y carencias; tras leer las
anotaciones y debatir acerca de ellas, todos tiran al fuego sus amarguras y
penas. A mi izquierda puedo ver varias mesas, cada una dispuesta de un bello
espejo, una silla y un pañuelo nuevo.
¿Un pañuelo? ¿Para qué demonios ponen un espejo y un
pañuelo? Sin ser consciente, lo he expresado en voz alta, y el camarero de la
barra se ríe a carcajadas. Yo, avergonzada, escondo mi mirada, y él me responde
que me contará la curiosa historia de este bar que esconde magia en sus
entrañas.
Lo primero que hace diligentemente es servirme una copa de
su mejor ron, tras ello, comienza un interrogatorio y una conversación tan
profunda, en la que sin ser consciente no puedo dejar de contradecirme y a cada
contradicción, él me dice que suspire en el matraz de destilación.
Sorprendentemente observo, como a cada soplo, el matraz se llena un poco y él, como un mago loco, me sonríe educadamente
y continúa con su coloquial interrogatorio.
No puedo dejar de contestarle y desconcertada me quedo al
final del debate. Él, orgulloso, me
comenta que ahora destilaremos la hipocresía contenida y que al final del
proceso, obtendremos las absolutas verdades de mi día a día, de mi vida.
Yo, impaciente y deseosa, como una niña pequeña, miro con
atención y una vez tengo la nueva copa en mi mano, pretendo tomármela de un
tirón, a ver si así aparecen las revelaciones que me ha prometido el loco
camarero sin vacilación. No obstante, él no me permite darle ni un sorbo, me
mira condescendientemente y suavemente me dice al oído que me dirija a las
mesas de los pañuelos, y que una vez allí, comience a tomarme mi verdad, a
pequeños tragos y mirando siempre el espejo.
Asiento con la cabeza, y camino entre las mesas ocupadas. Al
final, veo tres mesas libres y elijo la del espejo de cuarzo y plata.
Tras los primeros sorbos, comienzo a vislumbrar en el espejo
mi rutina. Asombrada y asustada, miro a los del alrededor, uno ha salido
corriendo, otros dos están con cara de decepción y el resto con una grata
sonrisa de felicidad y comprensión. Decido darle otro trago, a ver si así me
tranquilizo y aguanto esta locura de tercera dimensión. De nuevo, vislumbro mi
vida, el transcurrir de mis días, mis conversaciones, mis peleas, mis
pensamientos, los actos míos y de terceros. No puedo no evitar llorar en más de
una ocasión, ahora entiendo lo del pañuelo para qué iba ser si no. Ahora
comprendo las caras de decepción y la grata sonrisa que se nos queda a todos
cuando hemos aceptado felizmente lo que existe en nuestro interior, cuando
somos conscientes de los pasos dados y sus consecuentes actos… Tras no sé,
ciertamente cuánto tiempo, se me acerca el agradable camarero que antes me atendió,
me pide que me levante y efusivamente me estrecha contra su pecho y me dice
alegremente ``Bienvenida al bar de las emociones, la verdad y gratitud´´. Yo
sin saber qué decirle le correspondo en el abrazo y directamente sin
preguntarme me lleva a un gran salón, situado a la derecha y precedido por unas
columnas rosa mármol.
Al pasar por delante de la chimenea, antes de entrar en el
impactante salón, me fijo en el bello rostro de las personas que antes vi a su
alrededor. No es que sean guapas, como esos modelos comerciales, sino más bien
bellas reflejan serenidad y cordialidad, empatía y amabilidad… adjetivos que a
pocas personas les he podido añadir nada más ver su rostro. Y sin embargo,
aquí, en este bar, me encuentro no solo con una sino varias… Lo más
sorprendente es que al mirar a la cara a las personas que están en el salón
todas tienen como las mismas características, como si sus rostros desprendieran
una oleada de energía positiva y vitalidad.
Salgo de mi ensimismamiento, cuando una agradable pareja de
dos chicos se me acerca y me ofrecen una copa. Mi primer instinto es decirles
que no, pero al instante me declino por aceptar la invitación. Tras
presentarnos, nos vamos al enorme balcón, situado encima de un acantilado,
donde la fuerza de las olas nos mojará en más de una ocasión. Sin embargo,
decidimos charlar en ese rinconcito sin importarnos si nos salpicará el agua o
no. Me van explicando cómo poco a poco este bar se ha convertido en su segunda
casa, por qué algunos se marchan al no aceptar su verdad y cómo mágicamente al
salir de estampida todo el mundo conoce
quiénes son, qué han hecho en realidad.
La respuesta es que al no terminar su copa de verdad, la hipocresía se
apodera de ellos pero su disimulada máscara desaparece de pronto y sin más,
comienza a percibirse las notas agridulces de mentira y omisión que lanzan en
cada palabra y oración.
Me cuentan que a veces ellos también van al juego de la
chimenea con otros amigos que han hecho en este bar, y como de este modo, nadie
especula o juzga a otro miembro de la comunidad. Claramente y con una gran
sonrisa, los dos me dicen a la par, aquí siempre podrás decir la verdad y si en
algún momento fuera de este bar, fracasas en la misión, no dudes de que tus
pies, un día u otro, te conducirán mágicamente hasta la barra de destilación.
Tras un par de horas de conversación, decido que tengo que
abandonar a los dos. He de volver a mi casa y pensar tranquilamente en todo lo
sucedido en esta noche sin comparación. No sin antes prometerles que volveré a
verlos en este mismo rincón.
qué bueno...
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