Pages

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Niño-mono

Cuando aún no corrían cables eléctricos bajo el suelo, ni los ruidos de motores competían con los trinos de los pájaros, en un tiempo en el que las personas y sus vidas eran más sencillas, una de esas personas sencillas caminaba por el paseo marítimo de su ciudad. En su diestra cargaba con una pequeña pala de metal, sujetándola por el curtido mango de madera. Una pala de jardinero, pequeña y manejable, idónea para tareas de poca envergadura. De la mano izquierda colgaba una cesta de mimbre flexible, no muy grande. En su interior bailaban a cada paso un buen montón de semillas de distintos tamaños, colores y formas: semillas de aceituna, de limón, de albaricoque, de ciruela... Sin ningún orden estaban amontonadas unas sobre otras; las grandes como islas bañadas por el fluido que conformaba la masa de semillas más pequeñas.
En un punto de su paseo se detuvo. Observó por unos minutos el lugar donde se encontraba, mirando con especial atención el suelo pavimentado. En un par de ojeadas descubrió algo que le interesó: una pequeña grieta en el suelo no más ancha que un boquerón y más o menos de la misma longitud. Se acuclilló para inspeccionarla bien, dejando su carga a un lado pero aún al alcance. Tocó con los dedos las dimensiones de la grieta. Cuando se convenció de que era un buen lugar, cogió la pala y comenzó a arañar la tierra suelta que rellenaba el agujero y fue amontonándola a un lado. No paró hasta que la profundidad fue igual a la de su dedo índice extendido. Entonces metió la mano en la cesta y comenzó a mezclar las semillas con los dedos. Esto le producía un gran placer e incluso se sentó cómodamente frente al pequeño hoyo para disfrutar más plenamente de su actividad.
Sus dedos esquivaban y apartaban las semillas de mayor tamaño, concentrándose en las más pequeñas. cuando tuvo un pequeño montón agrupado bajo sus dedos, extrajo la cantidad máxima de semillas que pudo cerrando sus dedos sobre su palma. Levantó un poco su mano y la sacudió suavemente para permitir que cayesen al cesto las semillas que no estaban firmemente sujetas. Habiendose asegurado de que no quedaba ninguna semilla pegada a la mano, la sacó por completo y la abrió frente a sí. Inmediatamente se desplegaron las semillas como piedrecitas de litoral, brillantes y de muchos colores.
Observó pacientemente, moviéndolas con cuidado con el índice de la mano que tenía libre. Finalmente eligió tres blancas semillas de pomelo, devolviendo las demás a la cesta. Las elegidas fueron depositadas en el agujero y antes de taparlas con la tierra extraída, les habló así: ''Yo solo soy una persona. Mi vida es corta y está repleta por los cuatro costados de insignificancia. El viento, el agua, el sol, todos esos dioses caprichosos, podrían barrerme de este mundo como yo me sacudo una pequeña hormiga que pasee perdida por mi brazo. No seré recordado cuando eso ocurra. La fortuna no me ha provisto de riquezas ni de poder para hacer al mundo sensible a mi existencia y no creo poseer el tiempo suficiente para alcanzar en la vida una posición relevante. Pero todo eso me es indiferente, porque mi esperanza es un manto cálido que me protege del frío de no saber, de haber a penas existido. Y esa esperanza reside en vosotras, semillas. Creced y no me olvidéis, que cuando crezcáis y la gente coma de vuestros frutos, será mi vida la que los nutra, quedamente, como el sol os alimentará a vosotras, sin esperar nada a cambio''.
Cubrió el hoyo con suavidad. Completó su ritual derramando unas gotas de agua de una bota de piel de cabra que llevaba al cinto. Entonces volvió a atar la cantimplora, cargó la pala en la diestra y la cesta en la siniestra y continuó su marcha.


* * * * *

Había una ciudad que era una península en sí misma, rodeada de mar por todos sus costados. Un itsmo de a penas cincuenta metros de anchura la unía a la tierra firme y constituía el único punto de acceso para los visitantes así como el único punto de salida para sus habitantes. En esa ciudad, los más humildes vivían según las mareas y los arrabales más distantes a la ciudadela tenían suelos de arena fina que no se molestaban en barrer. Hacia el interior, sobre lo que una vez fuera una roca emergida del mar a varias millas de la costa, se alzaba la auténtica ciudad. Esta estaba rodeada de una gruesa muralla hecha de cierta piedra única, incrustada de conchas. Más allá de la muralla se desplegaba un entramado de callejuelas pequeñas y sinuosas, herencia arquitectónica de las gentes que en ellas se establecieron en la antigüedad. Y al llegar al mar, morían en un acantilado que bordeaba gran parte del centro urbano. Una ciudad tallada en una roca en medio del mar, capaz de precisar como ninguna otra en la región el momento exacto en el que el sol desaparecía por poniente, hundiéndose en el infinito horizonte del océano abierto.
En esa ciudad vivía un muchacho, entre cientos de otros muchachos y muchachas. Gustaba de las mismas cosas que los demás y vivía su juventud recién adquirida como correspondía. Amaba la música, la literatura y los pequeños quehaceres como la pesca o los paseos en bicicleta. Desde su punto de vista no se consideraba especial, no creía ser distinto a los que le rodeaban. Más bien gozaba de la calma y la plenitud que otorga el sentirse parte del entramado de algo superior. No le pedía nada más a la vida que poder subsistir de esa calma y esa seguridad, jamás dejar de ver el brillo del océano y disfrutar del sol en primavera. Esa era su primavera.


No se podría especificar si fue un buen o un mal día en el que aceptó la invitación de unos amigos para ir a buscar nidos de tórtola. Jamás se sabrá si fue ese detalle en su vida lo que le trajo la mayor dicha o en cambio lo hundió en un abismo insondable. Lo que sí sabía entonces el muchacho era que para llegar al nido de una tórtola hay que escalar el árbol. Así que se dirigieron a un jardín que bordeaba uno de los acantilados de la periferia de la ciudadela. Les gustaba ese jardín porque, a diferencia de los jardines señoriales que estaban trazados geométricamente, este poseía una disposición totalmente irregular. Y no solo en la distribución de las plantas y parterres, sino en la variedad de los vegetales: parecían haber surgido fruto de la caída de un barril lleno de semillas distintas que se hubiesen desparramado en derredor tras el impacto. La retama crecía a los pies del ciruelo, la zarzamora surgía aquí y allá adherida a cualquier superficie que le diese sustento; a nivel de suelo menta, matas de tomillo y albahaca, helechos verdes e incluso alguna seta en los rincones más oscuros. La cúpula de esta pequeña extensión selvática estaba formada por las ramas entrelazadas de árboles frutales. Había allí un membrillo, algunos manzanos de distintas variedades, un par de limoneros, un imponente pomelo repleto de frutos, una higuera que se retorcía en busca de sol en uno de los flancos.
 Pero uno de los árboles predominaba sobre todos los demás: un magestuoso ficus cuyo perímetro solo podía ser delimitado haciendo un corro de al menos diez niños. Sus raíces y su tronco eran un continuo sin ninguna marca que determinase donde empezaba cada uno. Y era este detalle, junto con el tamaño de sus ramas, el que hacía del ficus la opción principal para los escaladores. Todos se reunieron, se dieron indicaciones innecesarias, se discutió un poco sobre qué hacer si se encontraban huevos y mucho sobre qué hacer si lo que se encontraba eran poyos. Cuando terminó el tiempo de las palabras, todos se pusieron a inspeccionar el tronco del árbol en busca del punto más accesible. Algunos de los muchachos se rindieron en esta primera etapa. Otros hicieron el intento de izarse con la fuerza de sus brazos y el cansancio pronto les hizo seguir los pasos de los primeros. Poco a poco y sin ningún avance significativo los chicos fueron abandonando sus pretensiones de subir al árbol y se sentaron a su alrededor a observar a los que aún se mostraban tenaces o simplemente a jugar a otra cosa. Finalmente alguien consiguió trepar a la primera línea de ramas horizontales y un gran número de ellos se apresuraron a mirar al escalador victorioso, a felicitarle o a desalentarle. 
No todos en cambio: al otro lado del tronco, lejos de la algarabía y totalmente desapercibido, el chico conseguía paso a paso abrirse camino por entre los nudos de las raíces. Cuando por fin consiguió asentarse en una ancha rama pudo ver a sus compañeros abajo, al otro lado del árbol, aún cambiando impresiones con el primer escalador. Se dio cuenta de que él estaba más alto y quiso hacerselo ver a los que allá abajo parloteaban. Pero ni sus gritos ni sus gestos pudieron penetrar la densa masa de cacareos que envolvía a los otros. Tras unos minutos intentándolo decidió parar. Miró a su alrededor y solo vio el follaje del árbol y el mar a su través como pequeñas manchas cambiantes de azul y blanco. Miró hacia arriba y no vio el cielo sino su claridad a través de las hojas y las ramas. Miró hacia abajo y un sobresalto le hizo pensar que se caería inevitablemente. Esto le empujó a sentarse y en cuanto lo hubo hecho se sintió más seguro. Se sintió incluso cómodo. 
Tras cinco minutos observando el infinito en las arrugas de la corteza del árbol, olvidó que lo que buscaba eran nidos e tórtola. Olvidó también que abajo jugaban sus amigos -que también lo habían olvidado a él-. Olvido la ciudad que estaba delante, a por todos lados, pero que quedaba oculta y desfigurada tras las ramas y las hojas. Se meció en su cuna y se dejó embriagar por los suaves aromas que venían del suelo. Y justo cuando estaba a punto de olvidarse de sí mismo, recordó que no sabía cómo bajar de aquella rama. No quería bajar ya, pero la idea de no poder volver a bajar se le antojaba como el garbanzo bajo la sábana que no le deja a uno conciliar el sueño. Pronto los olores comenzaron a resultarle agresivos, y la rama se estrechaba bajo sus piernas amenazando con desaparecer y dejarle caer al vacío. Sin pensarlo demasiado comenzó a moverse hacia el tronco central. Dibujó un mapa mental con lo que vio y comenzó el descenso. Descubrió que si no pensaba en lo que hacía, le iba mejor y se asustaba menos. Finalmente llegó al suelo y no tardó en unirse al juego de los demás, casi olvidando que había estado tan lejos.

En la casa en la que se crió había un pequeño balcón desde el que se podía ver la calle a unos cuatro metros por debajo. Cuando tuvo edad para asomarse cómodamente, debió esperar a tener edad para tener permiso. Y cuando tuvo permiso comenzó a invertir tiempo en mirar la calle y a las personas pasar. Observó muchas cosas que pasan desapercibidas a ras de suelo. Vio a un perro matar a una paloma una vez: el chasquido de la mandíbula del perro le alcanzó y le hizo sentir mal. En otra ocasión vio a dos amantes besándose a escondidas, asomándose continuamente desde se escondite para ratificar su intimidad. Fue una vez que vio pasar a un muchacho con una carretilla llena de perros cómodamente sentados cuando se percató de que él miraba pero no era visto: la carcajada que salió de su garganta a penas alcanzó a los transeúntes como un leve murmullo. Nadie se percataba de que él estaba allí mirando. Esa misma tarde que vio la carretilla de perros, se fue solo al jardín.
El lugar estaba vacío cuando llegó. No supo el porqué, pero este detalle le resulto reconfortante. No recordaba haber pensado en si había o no gente cuando vino la última vez con los demás. Pero ahora estaba solo. Intuía que quizás ambas cosas estaban relacionadas. Mientras pensaba esto había alcanzado ya el árbol y giraba a su alrededor en busca de la ruta. Encontrarla con la vista y encaminarse hacia ella fueron una misma cosa. Y comenzó a escalar.
Alcanzó la rama en menor tiempo, encontrando nuevos puntos de sujeción que había pasado por alto la primera vez. Una vez asentado en la rama, miró fugazmente a su alrededor y luego hacia las ramas que estaban por encima de él. Quería seguir subiendo porque pensaba que más arriba había nuevos secretos que descubrir. Además estaría aún más oculto dentro del árbol. Pero el miedo a caer seguía ahí y se acentuaba al tantear el nuevo tramo de recorrido vertical. Alargó los brazos cuanto pudo en busca de algún saliente, pero nada. Se había topado con un camino sin salida, así que se sentó en la rama como la última vez y miró el tronco en detalle y como conjunto. Comenzó a moldearlo en su cabeza y de forma inconsciente lo imaginaba moldeado en forma de escalera. Entonces surgió en su mente la idea de construir un camino allí donde no había. Solo necesitaría clavos, tablas y un martillo. Siguió imaginando cómo sería la escalera, cuántos peldaños haría falta, cómo los clavaría  y así estuvo hasta que la primera ráfaga de brisa nocturna le hizo estremecerse. Se desperezó y bajó. El jardín seguía vacío.

Pasaron las semanas. En los ratos de soledad, el muchacho iba al árbol. Se decía ''Voy a mi árbol'', aunque no se lo decía a los demás. Una vez construida la escalera, había subido a la bifurcación de dos ramas aún con el martillo en la mano y un puñado de clavos en el bolsillo. Puede que no hubiese secretos ocultos en estas ramas más altas, pero sin duda se estaba aún más al abrigo del árbol. Era como estar en el corazón de una gran bestia. Pero estas ramas en las que ahora estaba, tenían la peculiaridad de estrecharse mucho e su zona superior, como el lomo de algún reptil prehistórico, y era casi imposible sentarse cómodamente. La idea surgió sola de nuevo: construiría una plataforma con las tablas sobrantes. Y así lo hizo.Y el resultado fue más que satisfactorio. Ahora podía sentarse cómodamente e incluso tumbarse en casi toda su longitud y descansar como en una hamaca.
La temperatura no parecía cambiar nunca en el centro del árbol, por eso no notó la venida de la noche. El calor que se acumulaba en la pequeña plataforma de madera le mantuvo cómodo hasta bien entrada la noche. Fue una gota de condensación que le cayó en el cuello lo que lo despertó de su sueño. Abrió los ojos a una oscuridad levemente inferior a la de los ojos cerrados. Se movió a tientas y comenzó a reconocer el terreno. Inmediatamente le urgió bajar. Debía de ser muy tarde y nadie sabía dónde estaba -pues no lo había dicho-. Esa noche, pasada la hora de la cena que no hubo en su casa, fue muy reprendido y tuvo que confesar que se había quedado dormido en el jardín. No dijo nada de haber dormido en el árbol en sí.

Tras su primera gran problema, se mostró reticente a volver al árbol. Luego pensó que después de todo el trabajo que había invertido en adecuarlo a sus necesidades, sería estúpido abandonarlo. Además ya había estado elaborando planes y bocetos mentales sobre nuevas reformas. A los pocos meses disponía de un par de metros cuadrados de suelo firme y regular, dos pequeñas paredes que cubrían el flanco más expuesto del bastión, una estantería incrustada en el tronco del árbol y un tejado inclinado en construcción. 
Ahora que su refugio era más grande, su preocupación se hizo también más grande: ¿y si alguien lo veía desde abajo? ¿Y si le veían a él subir o bajar? Se decidió a tomar medidas cautelares y desde ese día se organizó de modo que iba al árbol solo en los momentos libres en los que sabía que el jardín estaría vacío. Trabajaba solo en las horas de mayor sol, cuando la calle arde y la gente se queda en sus casas con los ventanales abiertos y las cortinas echadas. Él tenía miles de ventanas que cambiaban cada día y por ellas corría un viento marino que le mantenía fresco en su trabajo. Poco a poco empezó a familiarizarse con el árbol. Ahora subía y bajaba sin acelerar su respiración y no concebía la posibilidad de caerse a menos que se adentrase sobre alguna rama nueva. Las ramas que nunca había pisado desprendían un calor distinto a las ramas a las que estaba acostumbrado y eso le hacía moverse torpemente. Pero a medida que volvía a pasar la sensación cambiaba y comenzaba a interiorizar esa nueva rama. Así fue descubriendo los confines del árbol. Llegó el día en el que pudo asomarse hacia afuera: vio el océano. Hundió en él sus preocupaciones y fundó una esperanza ciega en la vida en el árbol. ''¿Qué otra vida le ofrece a uno estas perspectivas?''

Ya no jugaba. Ahora tenía pelo en la cara y salía con jóvenes como él, pero no jugaban. Hablaban, principalmente, y lo más cercano al juego era practicar algún deporte en grupo. Pero a él lo seguían considerando un niño. Muchas veces caminaba como haciendo equilibrios en un suelo totalmente firme, o se subía de un salto a un banco o un bordillo. Se encaramaba de las farolas y se reía. A nadie le disgustaba aquello, de hecho les divertía. Él también se divertía, pero que ellos estuviesen o no allí, normalmente no importaba. Se divertía emulando que estaba en el árbol, saltando por ramas nuevas o inventadas. Hablaba y se relacionaba como todos los demás, pero por otro lado tenía placeres y felicidades ocultos. Aún nadie sabía  nada del árbol o la cabaña que ya tenía tras paredes bien formadas y ventanas en dos de ellas. Incluso una almohada de confección propia y un saco de harina de panadero cortado por la mitad como alfombra. El techo era firme, rematado en sus bordes con canalizaciones que drenaban el agua hacia fuera. Cada vez era la cabaña más cómoda y agradable. Pero por otro lado, las nuevas modificaciones le tomaban cada vez más tiempo, por su mayor complejidad. Recordaba como en a penas media hora había construido la primera escalera. Ahora pasaba tardes enteras remodelando su nido de persona, pensando en qué le vendría bien. Y al terminar normalmente gustaba de relajarse allí mismo, mirando al mar desde alguna rama alejada, o subiendo al techo de la cabaña para tomar el sol. Estas largas tardes de ausencia fueron resultando menos sostenibles a medida que el muchacho crecía y adquiría responsabilidades. Pero no estaba dispuesto a abandonar todo ese trabajo sin luchar.
Al principio creía que era posible unificar su vida en el árbol como un pasatiempo en su vida cotidiana de ciudadano. Pero para eso lo más cómodo sería informar a la gente a su alrededor de este pasatiempo tan singular, y eso atraería sin duda la atención de indeseables que quisiesen apoderarse de su cabaña. Solo podría contárselo a sus seres más cercanos y queridos. Primero se lo contó al mar, luego al sol. Al viento no hubo que ir a contárselo: ya lo sabía desde el primer clavo sobre la madera, pues era él quien subía el olor de la albahaca hasta lo alto del árbol. Quiso contárselo a las hormigas pero no parecían prestarle ninguna atención. No sintió deseos de contárselo a ninguna persona. 

Él siguió preocupado por el riesgo de ser descubierto, pero los años pasaron y como por arte de magia nadie nunca se percató de su cabaña y sus hábitos arborícolas. El hecho de hacerse mayor implicaba más responsabilidad y a la vez más libertad de movimiento y más posibilidades. Podía pasar la noche en el árbol hasta muy tarde si era un fin de semana y tenía alguna buena excusa. No le gustaba mentir, pero le encantaba estar en el árbol y le resultaba desagradable no poder estar allí. Esto no significa que no disfrutase del resto de su tiempo. Pero la mera existencia de ese lugar era la fuente de gran parte de su energía. Pensaba en qué podía añadirle, o qué nueva rama podría colonizar. Pensaba en fabricar un depósito de agua limpia o algún sistema para poder ir al baño sin tener que descender. Con lo que aprendía en la escuela y por su cuenta, iba identificando las plantas y animales de su alrededor y asignándoles utilidades. Podía alimentarse de los frutales si le entraba el hambre, y en algunas plantas a ciertas horas se puede encontrar algo de agua limpia. Si le faltaban clavos podía usar las hebras de tal o cual arbusto como ligaduras. Y así iba cada vez sintiendose más cómodo a esa altura. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡Estás a punto de escribir un comentario en el Colectivo! ¡Es un momento muy importante para ti! y un gesto de agradecer por nuestra parte. Recuerda ser todo lo respetuoso que te sea posible y sobre todo ten una buena dicción. Si es necesario busca las dudas en Google. Hagamos de internet un mundo más legible.
Gracias.

Atentamente: el Departamento de moderación y buenos hábitos de C.A.