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viernes, 5 de septiembre de 2014

Culpable de insecticidio frustrado e intento de bicherato.

''¡TAC!''
Abro los ojos. La luz del Sol atraviesa 150 millones de kilómetros de vacío y gases. Hace mella en mis ojos. ¿Dónde estoy? En el viejo Seat Córdoba, adormilado. Un gran escarabajo quizá, contra la parrilla del radiador, es lo que me ha despertado. Huele a higuera y sal, pero yo todavía no sé que esos son los aromas de mi infancia. Las cigarras vibran y hacen vibrar todo el campo que rodea a la carretera costera, pero tampoco sé que ese será el sonido de mis más dulces recuerdos. La ventanilla no baja por completo, ni yo llego a la altura suficiente como para asomarme al exterior, así que solo veo el cielo azul del afelio, el Mediterráneo y las copas de los pocos árboles que crecen en la margen de la calzada. Es tan agradable y sencillo que noto que me fundo con el asiento. Me pierdo en el patrón de colores y manchas de muchas horas de uso... Me pesan los ojos. Los aparto del brillo hiriente. No puedo escapar y los cierro. Estoy con mi familia, estoy bien. Estoy a salvo.

"¡TOC!"
Lo he oído. ¿Dónde estoy? Este no es el coche de mi padre. Y aún así él conduce. Mi madre va de copiloto. Entre ambos hay una conversación y una gran mancha que se mueve en el parabrisas. Avanza hacia arriba, en contra de la gravedad, y se va transformando en un surco gris verdoso. Me recuerdo a los tatuajes azules de las mujeres del sur de Marruecos. Un surco vertical de un color poco definido. Antes un insecto. Casi he sentido el impacto en la piel, aunque puede ser que lo haya imaginado. Mi madre y mi padre, a 150 millones de kilómetros de mi, hablan sobre algo y yo los veo alejarse más y más. Los oigo irse lejos. No se si son ellos los que están en fuga o soy yo quien se hunde en el asiento. Aún no he visto Trainspotting, pero probablemente esto debe ser algo parecido a hundirse en una alfombra. No lo entiendo: ¿cómo es posible que ya no les oiga? Hace un momento todavía podía distinguir sus voces. Quiero hablarles, quiero preguntarles de qué están hablando, si han sentido el impacto como yo; quiero escuchar mi voz. Pero algo... no puedo... y esa mancha. Esa mancha. Un saltamontes.

''¡ZUMMM!"
Me llevo la mano al cuello. Algo se revuelve. Una pobre abeja sin aguijón. ¿Y el aguijón? En mi cuello. Joder. Ha entrado... No, ha sido absorvida por la ventanilla del copiloto y ha acabado clavada en mi cuello. Menudo coincidencia, menudo jodida coincidencia. No me duele. ¿Con quién voy? Ah, mis tíos y mis primos. Naima, Abdelah, Musa, Ismael. Mi tía se ha dado cuenta. No, tranquila, no me duele. Bueno, no se lo he dicho, pero no me duele, de verdad. Me da pena la abeja. No me ha picado. Solo ha chocado fortuitamente contra mi cuello. ¿En serio? Me río aunque en realidad no me hace nada de gracia. Pero es una historia llamada a ser anécdota, y es lo suficientemente divertida como para reir en el momento. Pero la maldita abeja estúpida y con mala suerte... para ella no hay risas. Igual están acostumbradas a estas cosas. Mejor morir en mi cuello que en el morro del Seat. El viejísimo Seat Córdoba antes de mi padre que ahora conduce mi tío. Los moros no llamamos tío a los tíos políticos, sino ''el marido de mi tía''. El marido de mi tía para el coche, bajamos, mi tía mezcla agua y tierra y termino la travesía con un emplasto de barro en el cuello. Me hubiera gustado quedarme con la abeja.

''¡TATATATATATATA!"
¡Woah! ¿Has visto cuántos bichos? Mi padre tiene que poner el limpia-parabrisas incluso. Han salido de la nada, como en las pelis, y han chocado como granizo. Uno, dos, tres, cuatro cinco seis siete ochonuevediezveintetreintacinuenta y dos... todos y cada uno muertos. Qué barbaridad. Si los insectos tienen su propia historia, la invención del automóvil debe verse reflejada como el comienzo de uno de los mayores genocidios de su existencia. En la península ya a penas oigo bichos chocando contra el coche. Igual han aprendido a evitar los ríos negros de asfalto. O puede que ya no queden muchos. Aquí en África hay menos carreteras y hay muchos más insectos. Igual tiene algo que ver. Eso y el calor. Y los animales de granja, claro. La vida rural. Lo cierto es que hace mucho calor y apesta a cuadra toda esta carretera comarcal. Da igual, ha sido impresionante. En un instante, un puñado de organismos vivos pasan a ser material en descomposición en el morro del nuevo Kia Sorento de mi padre. Su bautismo de fuego.

''¡POC!''
A estas horas ha debido de ser un mosquito. Me parece que ha sido en el retrovisor del copiloto. Vamos a cien, quizá ciento veinte kilómetros por hora, y aún así podría asegurar que he notado el impacto en mi oreja derecha, justo delante. Los faros sajan la noche. Dos tajos de película de miedo sobre un asfalto gris, y a los lados del coche  t o t a l  y  a b s o l u t a  oscuridad. Que le jodan al chupasangre, supongo. Un pequeño mamón menos del que preocuparse... Si es que yo viviese cerca del arcén de una carretera comarcal sin farolas. Puede que no se lo mereciera tanto, al fin y al cabo. Igual -digo yo- se ha visto envuelto en el impacto intentando acercarse a la única fuente de luz en varias decenas de kilómetros cuadrados: los faros del coche. Ha visto la luz. Y zás. Ahora es una mancha. Cuando lleguemos a casa, si sigo despierto, miraré si hay una mancha en el retrovisor. De hecho voy a pensar en ello y a no dormirme en lo que queda de camino. Quiero estar seguro de que lo he escuchado bien. En cuanto llegue lo miro. Total, no debe quedar mucho. Media hora a lo sumo................¡el mosquito! Media hora nada más. Venga. Seguro que al bajar lo veo ahí espachurrado........medio mosquito más. Casi es la hora. Cuando lleguemos -bostezo- a mi oreja derecha voy directo a mirar el faro de mi oreja, el faro de mi, el faro, el mosquito...

''...''
Ya no hay bichillos que aplastar, a penas, Marquesa. Ahora solo se oye el viento depurado y estéril, entrando en el sistema de refrijeración del coche. Sin residuo sólido. El dióxido de carbono no hace ningún sonido al golpear el parabrisas, o yo no lo escucho. Las cosas parecen lo mismo, pero no lo son. ¿A dónde hay que ir para volver a chocar con los insectos? Si tú lo sabes, no se lo digas a nadie, pues nadie se merece ese poder. Ningún oído merece oír el impacto, ningún ojo ver el surco de muerte, ninguna memoria atesorar ese hermoso genocidio. Esa conmoción que sobreviene al comprender que en un instante una criatura que vivía pasó a ser una mancha, una anécdota de viaje, un residuo. En un instante. 


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