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domingo, 13 de julio de 2014

La vida de una nube.

Las nubes me hicieron darme cuenta de algo. Con el tiempo, después de observarlas. Siempre me gustaron, y hoy por hoy siguen gustándome mucho. Especialmente cuando se trata de esas nubes grandes y rotundas, que al ocultar el sol adquieren bordes brillantes y endiabladamente definidos, como si fuera un efecto de imagen de la naturaleza. Un maquillaje del cielo para realzar su belleza. Pareciera que uno puede recorrer esas laderas y esos riscos y que lo sostendrían a uno como duro granito tallado.
Lo cierto es que empecé a fijarme en ellas cuando me di cuenta de lo colosales que podían llegar a ser. Siempre he vivido cerca del mar, y eso me ha permitido disfrutar de horizontes muy profundos. Cuando miras mar adentro no hay más obstáculo que el agua. Y justo encima, toda la cúpula del cielo que se proyecta en la cúpula del ojo. En esos horizontes inmensos he visto cordilleras de tonos grises como brazos de gigantes reposando sobre el plato del mar. Trazos como pintados con brocha, descuidadamente, de un rojo atardecer, aquí y allá. O rebaños de ovejas amorfas que parecen no moverse ni un centímetro, pero que desaparecen sin que uno se de ni cuenta, guiadas por el pastor del levante. He visto muchas, muchas nubes. Y siempre me han conmovido.
Las he visto lentas, perezosas, cambiar de forma, unirse, separarse, desaparecer lentamente. Jamás las he visto nacer. ¿Cómo nace una nube? Supongo que incluso mi aliento, húmedo, puede llegar a contribuir. Sólo son gases con una mayor opacidad. Las líneas tan perfectas solo las delimita mi ojo.
Solía fantasear: castillos ambulantes enormes viajando a gran distancia y altura, espuma del cielo como naves sin bordes, o incluso paisajes como de otros mundos. Recuerdo ver en un cielo nublado, con el pincel de la imaginación, un gran estanque, un lago, todo un océano -no sé-, y en uno de sus extremos una gran catarata por la que se precipitaban litros y litros de agua cristalizada en un momento, en un cielo sin viento y en unas nubes como talladas sobre algo sólido.Hay días en los que están tan quietas que parecen estar talladas. Recuerdo una mañana gris y un manto de lana flotante preñado de sol, con un solo descosido por el que nacía blanco halo de luz. Recuerdo...
Recuerdo la primera vez que viaje en avión. La primera vez que estuve por encima de las nubes. Ya en territorio francés, el aparato comenzó a descender. Vibró y se pudo notar como el aire dentro de la cabina se enfriaba sensiblemente. Miré hacia fuera y solo vi niebla, oscuridad blanca. Y entonces lo supe: estaba dentro de una nube. Y no era más que aire más opaco. Ni castillos, ni miembros de gigantes, ni nada. No se podía tocar.El avión la atravesaba y de su contacto solo se percibía una leve vibración en el fuselaje y una bajada de la sensación térmica. Si me dejaba caer sobre ellas, incluso sobre las más colosales, solo sentiría el frío y la caída.

Las nubes me han enseñado, sí: lo hermoso, muchas veces, es lo intangible, lo inalcanzable, la maldita eternidad que se te escapa por momentos. Y seguramente así tiene que ser si se quiere que siga siendo hermoso, incompleto.
                               
Www.flickr.com/photos/destellosderecuerdos

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