Llevo años desgarrando mi corazón en cada letra que escribo,
y aún hoy, cada vez que lo hago sigue siendo como la primera vez.
Me siento joven, infantil sin quererlo, maduro queriendo, lo
uno mal disimulado, lo otro mal aparentado. Piel clara, suave. Virginal. Almas
sanas, Almas puras, que se acercan al cataclismo de la vida, al punto de no
retorno, al punto inevitable. Empiezan las primeras erecciones, los primeros
problemas, la piel ya no es tan suave.
Sigo sentándome, suenan The Doors, saco la libreta de turno,
el lápiz destrozado, garabatos.
Los jóvenes siguen ahí, son cada día distintos, pero lo
mismo sigue pasando. Eso mismo me pasa, el contacto de mi lápiz con el papel es
siempre como el primer contacto de las yemas de mis dedos con el rostro de
aquella persona, suave, delicado, tierno.
Así las primeras palabras aparecen en el papel, es algo
automático, casi sin pensar, como si vomitara después de toda una noche de esas
donde acabas vomitando. Mi brazo responde a las órdenes que le envío en un ejercicio
de autoridad sobre mí mismo.
Ese primer beso blando y húmedo. Temblores y corazón
acelerado. Presión bajo las telas. Manos incómodas, manos perdidas, no saben
hacia donde moverse. Manos que se liberan lentamente sin saber por qué. Los
labios se entrecruzan de forma veloz. Ya no es blando, ahora es duro y mucho
más húmedo. La emoción no juega malas pasadas, la pasión es casi intriga por
saber cómo continúa, qué habrá debajo de todo.
Los movimientos se aceleran y el lápiz vuela sobre las
hojas, las manos ya no están nada perdidas, una acaricia, la otra se aferra.
Recuerdo mirarnos. Nuestras almas puras se separan de nuestros cuerpos, se
elevan sobre ellos, dejando paso a la oscuridad, al terror, al odio.
Noto un escalofrío en la espalda, tensión en el brazo, un
suspiro brota de lo más hondo de mi pecho. Profundo, oscuro, casi doloroso. Las
letras siguen acumulándose en las hojas una tras otra. Casi sin sentido, pero
preciosas, la caligrafía se retuerce, los trazos se ensanchan, yo sonrío.
Compartir la desnudez, cuerpos cálidos, tímidos. Miradas
fijas, esquivando el interés. Parece absurdo, pero es difícil decidirse.
Palabras dulces, oídos edulcorados. Esa primera meta, esa felicidad primeriza. Entrar
en un lugar desconocido.
La presión comienza, movimientos espasmódicos. Cuerpos
inexpertos jugando a piruetas, pretendiendo saber hacer lo que nunca nos imaginamos.
La acción se acelera. Ruidos. Más miradas perdidas, más pasión. Mi cuerpo en
pleno contacto con el suyo, mi cabeza sobrevuela la habitación, cierro las
manos en torno a sus brazos. Gritos, dolor, placer.
Sé que aún lo mejor está por llegar, conozco mi manera de
hacerlo, escribir es un ejercicio diario, la excitación de mi cerebro, la
pasión de mi mente que se libera sobre el papel. Cada día como el primero, como
esos cuerpos inmaculados que se entrecruzan en una cama de una casa vacía por
primera vez. Como esos jóvenes que creen dejar de serlo, y aún no han empezado
a vivir. Esa sensación que recorre todo mi cuerpo, que me hace sentir libre y
poderoso. Esas miradas lascivas y esos movimientos bruscos. Ese grito, ese
punto final.
Aquel día él y yo pensamos que una nueva vida comenzaba, y
así fue. Como cada vez que cierro la libreta y
creo que algo nuevo comienza, pero nunca es.
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