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viernes, 13 de diciembre de 2013

Reflexión de esbirro



¿Cómo definir el mundo de otra manera que no concierna la aprensión, el temor y la anestesia? Ellos están cebándose en sus poltronas riendo y regentando un pueblo al cual no conocen absolutamente de nada, ellos arraigados a una idiosincrasia de alta cuna, la mayoría venidos de sagas familiares aclimatadas en las altas esferas, propiciando inexcusablemente una balanza de poder económico. El punto débil del aristócrata no es la utópica supremacía popular, ni los supuestos advenimientos de ideas antagónicas a su poder que les hagan perecer y erradicar; su verdadero talón de Aquiles reside en su propia burbuja de inconsciencia y abstracción, no puedes dominar a quien no conoces y analizas, de igual manera que no puedes amar plenamente en consciencia de las carencias de tu prójimo.

Cuando el aristócrata desconoce a su subyugado, le otea en la lejanía cuando se encuentra a dos pasos de su rostro, el que ignora a su víctima, carece del conocimiento de sus debilidades a la hora de imponer su ley innata. Y el mundo del reprimido, tal y como se muestra en éste siglo XXI, es conocedor de la mayoría de cosas dichas y por decir, incluso es conocedor de las cadenas de las que son rehenes. Lo que se desconoce, o preferimos desconocer, es el cautiverio autoimpuesto, los grilletes morales que un día forjamos, tirando sus llaves al fondo del océano. El sometido es propenso a decir: "Necesitamos la erradicación de la casta política", "alguien debería incendiar el Parlamento", "está a punto de acontecer una revolución, una guerra". Lo que elegimos ignorar es que dos llamas crean una más fuerte y poderosa, lo que las altas esferan nos han brindado en forma de Pecado Capital es hacernos creer que tenemos mucho que perder, cuando verdaderamente no es así.

Se llama a la revolución en enervantes ríos de sangre y barricadas, cuando lo que el esclavo anhela sin saberlo, es una transición moral y un cambio de mentalidad. No hay esclavo más poderoso que el que sabe que lo es, no hay revolucionario más determinante que el consciente de que únicamente posee una madre, un padre y un hermano, no hay sometido más audaz que el conocedor de la composición de su propia mazmorra, ya sea en forma de un trabajo mal asalariado, de una preponderante tecnología aborregadora o de una hipoteca que se alarga años y años. Cada esclavo tiene su propia jaula, su propia ganzúa; y éste hecho, más que unir a los siervos, los separa en un egoísmo impuesto cuando no se llega a la conclusión de que sufrimos de nuestros propios cautiverios, pero que la libertad es idéntica para cada uno de nosotros.

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