Libre.

        De pie en la ducha, liada en su toalla roja esperando a dejar de gotear, observaba como el espejo se iba desempañando poco a poco. Mientras, llegaba el sonido de la música desde algún lugar en la habitación.

        No estaba especialmente animada ese día. Cielo gris, cortinas grises, suelo gris, ánimo gris. Todo gris. Y entonces, una melodía le trajo algún recuerdo de un verano, de cómo se sintió la primera vez que la escuchó. 

       

        Él se la enseñó. Ella guardaba mariposas en su estómago que sólo revoloteaban acariciando sus vísceras cuando él estaba cerca. Se bañó en aquellas notas y entonces, él consiguió que por un momento ella le olvidara, que olvidase todo y se sintiese capaz de cualquier cosa, que se sumergiese en profundos océanos y saltase con las ballenas en el estrecho, sentir el viento bajo sus alas de águila. Consiguió que por un momento ella saliese de aquel coche y flotase dirección al espacio sin siquiera saberlo.  Aquella melodía la hizo sentirse libre. Libre de los por qué y de los quiénes. Se sintió despegar a otro mundo.

     

     Y desde aquella pequeña ducha, bajo esa luz muerta que siempre parecía echarle un peso en los hombros, salió corriendo tirando toalla y mojando el suelo con los ríos de su pelo en el proceso. Comenzó a saltar con las líneas de agua corriendo por su espalda, el pelo lanzando húmedos dardos al espejo, al techo, al suelo… y, de nuevo, con alas en los pies y el corazón liviano.