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sábado, 21 de diciembre de 2013

La vacuna contra la vida

Millones de ensayos se han publicado acerca de la designación del arte y de todo lo que ello debe o no debe englobar. En cientos de ocasiones se ha discutido sobre la validez del cine o la televisión como una rama respetable de él, y a pesar de que todos tenemos nuestras propias ideas (que tan ciertas e irrefutables se nos antojan) la verdad es que el debate sigue abierto desde el primer fotograma a nuestros días.

Hoy no deseo crear polémica acerca de la capacidad y extensión del arte, ni desvirtuar cualquier género que quiera pertenecer a sus esferas, sino hacer una reflexión de hasta dónde nos ha llevado la ficción, y de cómo ésta, cada vez más palpable, puede llegar a introducirse en nuestra realidad y desvirtuarla de manera imperceptible.

Hay dos puntos del arte en los que siempre he puesto hincapié y que he tenido como cualidad inherente a éste: La capacidad de inspirar a aquellos que lo ven y de hacer que se replanteen su propia realidad. Así, cuando el mundo amenaza con ser cuadriculado e intransigente, el arte (el pincel, la pluma, las manos) alza el vuelo y elimina sus esquemas para no solo desdibujar el mundo, sino transformarlo a los ojos de las personas.

Cuando la música suena, sea ésta del género que sea, parece mover los fluidos de nuestro cuerpo y hacer vibrar las neuronas de nuestra mente, que se metamorfosean en un reflejo de sí mismas, quizás más fuerte, puede que más melancólico, más dócil, más maligno, menos rezagado más dinámico que nuestro yo (¿Original?) que dura hasta que cesa el ritmo de la composición. No importa realmente que te guste o no la melodía, siempre, siempre, transforma tu alma.

Sin embargo llevo un tiempo preguntándome hasta qué punto la ficción de hoy en día (la televisión o el cine) deja de complementar nuestra mente y se dedica a anestesiarla. Este ‘arte’ perceptible al nivel de tantos sentidos y del que sólo se libra el tacto. Mientras que la pintura no impide que continuemos escuchando a nuestro interior, o la música que podamos seguir admirando con nuestros propios ojos, el arte audiovisual nos absorbe por completo y nos desliga de la realidad a todos los niveles posibles, haciendo que entremos en un mundo completamente diferente y abandonemos todo ánimo de cambiar el nuestro, acostumbrándonos al amor artificial, a la ficticia felicidad, al dolor irreal y a una violencia extrema falsa.

Muchas veces he agradecido la posibilidad que la ficción me brinda de desaparecer durante unas horas de mi propia existencia, pero no puedo evitar preguntarme qué ocurre cuando escapar se convierte en la prioridad y deleite de la población civilizada. Ya no es suficiente con hacer estudios acerca del tiempo que estamos viendo la televisión, gracias a los diferentes avances tecnológicos el tiempo que pasamos desligados del presente es prácticamente imposible de averiguar. Y en vistas de que este arte domina tres de nuestros cinco sentidos, ya de manera tan realista que sería imposible diferenciarlo de no ser por la pantalla que nos separa, cada vez temo más que estemos sustituyendo la realidad por una ficción cuyo principal objetivo parece ser la capacidad de eclipsarla.

Hemos nacido en un lugar en el que los cimientos de lo audiovisual no  solo estaban totalmente establecidos, sino por completo adheridos al día a día, y conforme hemos crecido este hecho no ha hecho más que ir en aumento a una velocidad sin precedente; las nuevas criaturas que vienen al mundo están rodeadas por una ficción casi a la altura de la mismísimo entorno, y, ante todo este amasijo de fábula con pretensiones imparables no puedo más que pensar (y esta idea sobrevuela mi mente una y otra y otra vez) que no solo nos hemos anestesiado de la vida, sino que poco a poco, nos estamos vacunando contra ella.

Gracias a este arte todos nosotros hemos sido capaces de contemplar hipotéticos principios y finales de la creación, somos capaces de viajar a cualquier parte del mundo (y fuera de éste) con solo pulsar un botón, podemos ser partícipes del nacimiento y la muerte de nuestros semejantes, de los mayores milagros y más bajas acciones que el ser humano es capaz de llevar a cabo, gracias al arte audiovisual podemos ver un amanecer (con sus naranjas, rojos, amarillos, con su multicolor) en cualquier momento que se nos antoje, y de una manera tan realista (y cuán peligroso puede llegar a ser esto) que algunos ni siquiera sienten la necesidad de hacer de esta experiencia un acto verdadero.

Sin duda es de agradecer que hoy en día tengamos el tremendo privilegio de poder ver y oír situaciones y momentos que de otra manera quizás habrían escapado a nuestra existencia, pero ¿Qué ocurre cuando la muerte y el amor son tan fáciles de ver que acaban por hastiarnos? ¿Qué ocurre cuando las buenas acciones se acumulan y apilan en nuestra memoria, cuando el terror y la violencia están a la orden del día? ¿Qué pasa cuando hemos visto demasiados amaneceres?

Cada día somos partícipes de cómo unos labios falsos, en una historia falsa, en una falsa dimensión pronuncian un te quiero simulado, y cada vez con más frecuencia encontramos simulados te quieros en un mundo real que comienza a ser ficticio. Ya no tenemos que levantarnos y estirar las piernas a las seis de la mañana para admirar las luces de la madrugada, si tenemos sueño ya las veremos después de comer.

No culpo a los niños por querer hacer el amor, el tacto se ha salvado de la ficción, y cada vez percibo más en la unión de dos cuerpos la esencia de un arte aun no descubierto,  el verdadero sentido de la vida. La piel se ha convertido en el nuevo horizonte por descubrir.

Tengo miedo de no ser capaz de valorar una aurora boreal cuando la tenga ante mis ojos, no quiero quedarme impasible ante la muerte ajena si ésta pasa por mi lado, y aunque puede que mi corazón se acelere al contemplar al sol despuntar tras las montañas del norte, creo que siempre me preguntaré cómo habría sido verlo, realmente, por primera vez.

Siento que, ahora que somos capaces de engañar a nuestros sentidos, de conformarlos, estamos perdiendo la fuerza para luchar por una realidad a la altura de nuestra esencia.

No quiero estar vacunada contra la vida.


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