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sábado, 21 de diciembre de 2013

Cuando se me prende una obsesión al pellejo.



Cuando se me prende una obsesión al pellejo y la arrastro chorreando estupidez ceñuda y me arrojo a la cerrazón, se me hiela la sangre y se me atrofia el cerebro quedando hecho una pasa rebotando en la cavidad hueca de mi cráneo. Entro en (de)cadencia, poniendo un pie delante de otro hacia lo equívoco, sí, sí, y sin vaciar mi mirada que observa atónita el rumbo hacia mi desprecio. No hay cosa más hedionda que el auto-desdén. No hay pasmo mayor que observar impertérrito asesinar tu propio tiempo deliberadamente, con la consciencia agazapada y latente y sin saber muy bien si realmente merece la pena mantenerlo vivo, emplearlo en algo.
Susurrarme a veces que he visto la forma nítida y corpórea de la locura, que despacio y de puntillas me alejo pero con la mirada fija, clavada como un rayo, porque me aterra y me atrae como un imán endemoniado. Ausente, la ausencia es lo que se agarra a la piel como un escalofrío y me recorre de pies a nuca, no estar presente en mi propia vida, no participar activamente porque yo no hago mío lo que no comprendo. No finjo que es mi voluntad, como sé que muchos hacen, como sé que yo misma hago cuando me desdigo, esta frenética sucesión de momentos, esta personalidad que todos hacen suya. No es mía. No poseo, es la vida la que me posee a mí, me maneja como un títere y yo que estoy tan ciega busco sus hilos, escruto en busca de su plan, pero no la hallo. No me hallo.  Y también sé que así parece que me eximo de culpa, pero es que no sé a dónde cae (mi) la voluntad.
Cuando se me prende una obsesión, me vuelvo obtusa, obsoleta, obstruida, obviamente predecible por cualquiera. Estoy llenando mi cerebro de surcos y piso, piso, piso los caminos que circulo por él una y otra y otra vez hasta construir grandes autopistas mentales, de cemento, de tierra, de acero forjado y cuando quiera cambiar, cuando vea los caminos de otras gentes, circuitos nuevos y distintos, daré con mis dientes en el asfalto que yo misma he dejado secar. Así pasa, constantemente, a dentelladas con mis propias calzadas y contra las que me construyeron ya socialmente, una obrera endeble, sin casco y con las uñas embarradas, mellada y llena de sangre seca la camisa blanca, y sangrando por algún sitio que seguro ya he olvidado.

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