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viernes, 4 de enero de 2013

De Alejandro Jimenez. Segunda parte.

Despierto con la tibia luz de los horizontales surcos de mi persiana, esa luz azafrán que encoge hasta el extremo mis maltrechas pupilas curtidas por la negrura de mi habitación. Mis recuerdos esquivan los acontecimientos de ayer, cigarros postrados a la marquesina de la ventana, aullidos de pulgosos cuadrúpedos, horas postrado frente a un televisor que permanece negro como un blues de Chicago, las colillas removiéndose como si algo reptase hacia mí. . .y poco más. Permanezco no más de veinte segundos para reponerme y colocar mis sucias zapatillas hasta mis desnudos y delgados piés, entonces el azafrán del crepúsculo ha huido como si de una gacela en el Serengeti se tratase y la misma lobreguez del maltrecho televisor me inunda, danzando y ausentándose detrás de mí como la más libertina mujer.
Entonces alguien me llama fuera. Proviene del servicio, por lo que deduzco que se trata de Manresh, ese hombre escuálido y de naturaleza cargante que vaga sin razón aparente mis aposentos. Horas de cháchara he compartido con el sin llegar en ninguno de los casos a axiomas concluyentes ni a nada con lo que sentar bases, pero un ser sumido en la áscesis y con tal mentalidad de faquir que evoca en mí cierta conmisceración aunque en ocasiones su engreimiento y su complejo de docto cum laudehacen que tome pies en polvorosa en cuanto al sentimiento de lástima y vuelva a mi normal cauce de apatía ante todo prójimo que se aproxime.

El por qué ha llegado hasta aquí escapa a mi razón. Solo sé que el espíritu fustigado del cual fanfarronea es calumniante pues el torturado vaga hasta hallar al de su misma condición, para plantar en su semejante una correlación de tolerancia y enemistad en dosis equivalentes, una especie de posición emocional de carácter ecléctico. Manresh es mi análogo y mi desemejante, llegó aqui y sé que existe, con eso me ha bastado para concebirle y no hacer que huya de mí. El más distante de los hombres conoce su condición de zoon politikon, el más abstracto e instintivo impulso que sienta la más lúcida de las personas le llevará a la aceptación de su índole, por eso él y yo nos soportamos de forma tan completa debido a nuestra autoadmisión y de forma tan catastrófica por las riendas de nuestro ser, conducido por el nihilismo y el impulso innegable de apartarnos de todo lo que nos comprometa en cualquier dimensión. Éste nexo es inexpugnable e incorruptible, por esta razón percibo su realidad, sea ella cual sea, la imagino como igualmente irreflexiva y absurda que la mía.

Tras unos breves resoplidos después de reponerme fugazmente del sueño feroz que me atrapaba, me abro paso entre la inmundicia que rige mi preciado cuartel, para alcanzar con desidia el dorado pero polvoriento pomo de la puerta.
Fuera todo es pulcro, o al menos noto la clásica dejadez hospitalaria de cualquier hogar semiabandonado, el baúl que mi estirpe utilizaba para guardar las ropas estivales cuando la frialdad del tempus hibernum anclaba en estas tierras, el frío baldosar que mis cochambrosos pies arrastran rumbo a la velada con mi incondicional camarada.
La ventana opaca entreabierta tocando con la brisa una apoteósica sonata, al fondo en el baño, la diáfana luz lunar que tan pocas veces he visto últimamente, sin duda, un escenario bucólico para una noche de parloteo sosegado.

Me aproximo a la filo de la entreabierta y polvorienta puerta con algo de inquietud, pero únicamente al empujarla levemente y dar dos tímidos pasos hacia el baño, me encuentro con él, con Manresh. Me sorprende su faz seria y su expresión severa. Quedo estático y atónito frente a él, en una pugna de tintes novelescos por ver quién suelta la primera palabra o expresa ánimo de mostrarse antes; pero de repente el silbar del viento amaina y el barbudo y enjuto Manresh empieza a variar su mueca de forma atrozmente gradual: Sus ojos se abren, sus arrugados párpados blanden como bayonetas sus pobladas cejas, por lo que su ceño se frunce dejando al descubierto los pliegues de su tez que llegan hasta su larga y desaseada cabellera, sus labios tiritan nerviosos como si un ente incorpóreo sujetase con fuerza su rostro, pasados un par de segundos su ambarina dentadura se muestra de forma escalofriante, dibujándose en su mandíbula una sonrisa por la que cualquier otra persona deduciría que lleva años sin regocijarse con mi presencia, pero ambos sabemos que no es como tal y eso me horripila de forma notoria.

En un efímero pulso temporal, vuelve a adoptar su gesto tan severo como locuaz y repentinamente azuza su barba y me mira con indulgencia:

- ¿Cuánto tiempo llevas penduleando por aquí, no crees que ha sido suficiente?

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