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jueves, 27 de septiembre de 2012

Dulcísima melancolía.

La pena que no amarga. Días de sol, tierra y mar. Y sardinas y tomateras. Dormir al raso, caminar pasos de sendero a la luz de la luna. Sonido de cigarras.
Hace mucho que no escucho a las cigarras.
Hace mucho que las cigarras no me escuchan. Ya no me ven saltar de sus brazos y correr, caer y volver, a los tiernos abrazos de mi infancia. Mis pies pisan este suelo como pisaban la tierra seca, la lisa piedra tallada del río. Equilibrios de piedra en piedra, y luego el mar. Su sal. La salmuera viva de la niñez, incrustado en la diversión del vaivén de las olas hasta tener los labios morados, los dedos arrugados, el estómago salado. 

Aquí es todo poligonal: el mar es otra parte de la ciudad y la ciudad lo es todo. Se va y se viene pero siempre se está, en una u otra. La única parada imposible ya es esa playa, ese sitio cuando todo brillaba allá en lo alto, desde mis ciento y algo centímetros.

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