1. EL EXTRAÑO
Una vez, cuando viajaba a Nefelibata,
hice el amor con un desconocido en una carretera abandonada; no conocía el
timbre de su voz, ni el arco que dibujaba la comisura de sus labios al sonreír;
lo único que sabía era que me había recogido en mitad de la nada, y que, a
pesar de no decir una sola palabra, estaba llevándome con él a un lugar al que
nunca habría soñado llegar.
Fue el día que cumplí
veinticuatro años, yo caminaba pasando una de las manos por el quitamiedos de
una autovía abandonada, mientras en la otra llevaba un par de zapatos de tacón
que apenas servían para mantenerme en pie. Aun no había salido el sol y hacía
cuatro horas que los coches habían dejado de sonar; estaba completamente
perdida, en todos los sentidos posibles en que una persona puede llegar a
perderse, y recuerdo que no paraba de pensar en cuánto tiempo pasaría hasta que
comenzara a morir de sed, y en si alguien llegaría a encontrarme antes de que
eso ocurriese.
La primavera apenas había
comenzado, y la noche en aquel lugar apartado de todo había resultado casi
insoportable. Tenía los músculos paralizados por el frío bajo un inútil vestido
que no cubría la parte superior mis muslos; y la única razón por la que había
llegado tan lejos era el pánico que me producía el pensamiento de quedarme
dormida y no poder moverme al despertar. Había caminado kilómetros y kilómetros
con la mente prácticamente en blanco, observando los dibujos casi borrados de
la carretera; tenía la mano derecha negra y áspera, llena de heridas por la
fuerza con la que me había agarrado al plástico del quitamiedos.
Recuerdo como si fuera
ayer que el momento en el que el sol empezó a asomar a través de las montañas
me dejó cegada, no podía dejar de mirar; el aviso de un nuevo día, la promesa
de que el tiempo seguía avanzando, y sobretodo la certeza de que aun estaba
viva. Al principio fue una reacción puramente física, llorar ante la seguridad
de mi propia supervivencia; no fue hasta que el sol salió prácticamente por
completo cuando me di cuenta de que aquel había sido el primer amanecer que había
contemplado; fue entonces cuando me quedé sin lágrimas y comencé a gritar;
puede que fuera el pánico de no saber qué estaba haciendo, pero no recordaba un
solo día de mi vida en el que hubiera mirado al cielo. Solo cuando me di cuenta
de ello pude parar y descansar; me aparté del arcén y me senté en mitad del
asfalto, tiré los zapatos hacia delante y me desnudé por completo; aquella
había sido la noche más larga de mi vida, y ni siquiera era invierno, había
pasado tiritando una cálida noche de primavera, y aun cuando ni siquiera mi
boca había comenzado a secarse, yo temía morir de sed. Lancé el vestido lo más
lejos posible, me tendí y cerré los ojos.
No fue una locura, ni un
alarde de valentía; seguramente, de haber estado en una autovía minimamente concurrida,
no se me habría ocurrido quedarme dormida justo en el centro de ella; no quiero
hacer pensar que de un momento para otro perdí el miedo a vivir, o a morir, en
este caso. A decir verdad ambas cosas se me antojaban extremadamente parecidas
en aquel momento.
Para que comprendas el
porqué de las decisiones que tomé durante el transcurso de ese año, antes debes
entender que yo ya había hecho todo lo posible por ser feliz; estudié cuando me
dijeron que debía hacerlo, descansé cuando resultó ser lo adecuado, encontré
trabajo cuando llegó el momento, y cuando tragué la caja de diazepam lo hice
solo con las pastillas que había conseguido bajo prescripción de mi médico, que
vio adecuado recetármelas para que así comprendiera lo afortunada que era por
haber hecho todo como debía hacerlo.
No sé explicar de otra
manera por qué, al sentir que un desconocido me cogía en brazos horas después,
me dejé llevar sin abrir siquiera la boca. Tenía hambre, sed y el único momento
en el que me había permitido dormir había sido en mitad de una carretera;
simplemente pensé que, me llevara a donde me llevase, con suerte me dejaría
descansar.
Me puso con cuidado en el
asiento del copiloto de un viejo Jeep Wrangler, y solo entonces abrí los ojos
para verle; el hombre que se sentó a mi lado no tendría menos de cuarenta años,
aunque no era el típico señor de mediana edad que estaba acostumbrada a ver. Su
rostro estaba marcado por unas arrugas de expresión diferentes a las demás, más
profundas quizás, pero también más sinceras, como si las experiencias que había
vivido surcasen su cara, y dibujasen el mapa facial de todo lo que, alguna vez,
había ganado o perdido; tenía el pelo canoso, pero a pesar de su edad era
espeso, y recogido hacia atrás con una coleta. Arrancó el coche sin mirarme,
sin preguntarme a dónde me dirigía o si estaba metida en algún problema;
simplemente condujo.
Decidí permanecer yo
también en silencio, no tenía nada bueno que decir; no podía preguntarle a
dónde iba él, no era de mi incumbencia, y tampoco podía decirle a dónde
pretendía ir yo, porque ni siquiera lo sabía. Pasamos el resto de la mañana sin
decir una sola palabra. De vez en cuando yo le observaba de reojo, me
preguntaba cuántos años podían tener sus pantalones vaqueros, que estaban
desgastados hasta el punto de romperse, o si habría perdido todos los botones
de la camisa de cuadros escoceses que llevaba; en ningún momento sentí que él
me mirase, a pesar de ir completamente desnuda; por eso, cuando se quitó su
camisa a primera hora de la tarde y me la dio, casi temí cogerla; tampoco le di
las gracias.
Pasamos el resto del día
metidos en aquel coche y sin parar de conducir, varias veces echó la mano hasta
el asiento de atrás para ofrecerme agua, pero jamás me miraba directamente,
permanecía con la vista fija en el horizonte, como si éste fuera lo único que
le importase.
Tuve tiempo para pensar
en todo lo que estaba dejando atrás, en mi familia, que ni siquiera sabía a
dónde había ido a parar, en mis amigos, o mis supuestos amigos, que nunca
habían llegado a comprenderme, ni a mirar el cielo; pensé en mi trabajo y en
que aquel era el primer día que faltaba, y al final decidí que lo mejor sería
no pensar. Me limité a observar la carretera junto a él; cómo el terreno iba
pasando de árido a boscoso; los árboles cada vez iban adquiriendo tonalidades
más verdes, y nuevos bosques aparecían a nuestro alrededor mientras el sol
pasaba de un tono azul a otro rojizo. No sé muy bien a qué hora el desconocido
paró el coche en el arcén; ya había anochecido por completo, y de nuevo
empezaba a hacer frío; yo tiritaba de manera vistosa bajo la camisa de cuadros,
pero no me permití decir nada; él me miró por primera vez antes de salir del
coche, abrió el maletero y sacó un par de mantas pesadas, después caminó hasta
mi puerta y me invitó a salir.
Creí que, ya que no íbamos a
dormir en el coche, optaría por internarnos en el bosque, pero en lugar de eso
me cogió de la mano y me llevó al centro de la carretera, justo como yo había
hecho esa misma mañana. Puso las mantas extendidas sobre la gravilla y ambos
nos sentamos, él se recostó y yo le imité, entonces pude ver el increíble
espectáculo de estrellas que tenía sobre mi cabeza. Allí, alejados de todo y de
todos, el cielo no encontraba luz alguna que se opusiera a su inmenso vacío, en
mitad de la más profunda oscuridad cada estrella encontraba un lugar en el que
destacar, y nada podía perturbar el protagonismo de los astros. No me importaba
que mi cuerpo siguiera tiritando, podía sentir el frío, pero el efecto que éste
ejercía en mi cuerpo poco tenía que ver con mi mente, que cada vez viajaba más
y más alto. Sólo siendo una niña había observado las estrellas.
Por primera vez me sorprendió no
haber encontrado ningún coche durante mis descansos en mitad de la nada, ni
habernos cruzado con alguien durante nuestro largo viaje; tuve la extraña
sensación de que, en el momento en que huí de la iglesia, había entrado en una
dimensión paralela en la que sólo existíamos yo y mis más primitivas
invenciones de ángeles en todoterreno.
Para cuando empezamos a
besarnos yo había olvidado que no estaba sola, y esa sensación no desapareció
totalmente una vez él estuvo dentro de mí; era la magia de hacerlo con un
extraño, con alguien que no sabía ni esperaba nada de mí, y del cual yo no
esperaba nada; aquel acto era puramente individualista, no necesitaba
satisfacer a nadie más que a mí, no tenía que esforzarme por que la otra
persona me sintiera; la vergüenza y el temor desaparecieron, él era la vía de
mi propias emociones, y cuando miraba hacia el interior de sus pupilas éstas no
eran las de un desconocido, porque podía observar mis propios ojos por primera
vez.
Dejé de tener frío, dejé
de sentir cualquier temperatura sobre mi piel, y durante todo el tiempo que
pasamos compartiendo nuestros cuerpos en la carretera no paré de mirar las
estrellas, quizás en un amago de sentirme más infinita, más vacía, quizás
intentando mostrarles lo que yo sentía como un renacer, o puede que simplemente
pretendiese recuperar el tiempo perdido, todos aquellos años que había pasado
observando el suelo que había bajo mis pies.
A la mañana siguiente
desperté sola en mitad del bosque, sobre una pila de hojas secas; llevaba
puesta la camisa a cuadros de mi compañero, pero aparte de esa pieza de ropa
cualquier rastro de él se había borrado; No recordaba la última vez que había
comido, me extrañó darme cuenta de que ya apenas sentía la necesidad de
hacerlo. Me levanté, sacudí las ramas de la camisa y miré el terreno que me
rodeaba; estaba descalza, no sabía qué había hecho con mis zapatos, si los
había abandonado antes o después de subir al coche, pero andar por aquel lugar
me destrozaría los pies.
Supuse que me encontraba
lejos de la carretera, no encontré ninguna prueba de lo contrario; a mi
alrededor sólo alcanzaba a escuchar el sonido de los pájaros cantando al
amanecer, y más allá, casi mitigado por las aves, el cauce de un río que me
rodeaba. Debía haber estado más cansada de lo que creía para que el extraño del
coche me hubiera trasladado hasta aquel lugar sin que yo me hubiera percatado
de ello.
Me abroché el único botón
que encontré y comencé a andar, al principio prestando atención a lo que
pisaba, poco después sin siquiera hacer
caso a los pinchazos que sentía en la planta de los pies; miré en cada arbusto
que encontré, buscando algo con el suficiente buen aspecto para llevármelo a la
boca, y aunque nada era tan fructífero como yo siempre había imaginado, tuve
suerte de encontrarme en pleno florecer de la primavera; finalmente hallé un
grupo de zarzas junto a las que me senté, no me entretuve en elegir las moras
más maduras, y acabé comiendo con gusto incluso las más verdes que encontré,
mientras, ya con el estómago lleno (o al menos no tan extremadamente vacío) me
centraba en identificar el origen de la corriente de agua.
Me equivoqué varias veces
de camino, y todas ellas intenté volver sobre lo que supuse eran mis pisadas;
todos los árboles del bosque se me antojaban iguales, y cuando al fin me di
cuenta de que ir hacia atrás era tan poco productivo como quedarme quieta, decidí
andar hacia delante, y concentrarme únicamente en el sonido del río; una vez
hube olvidado el lugar desde el que había empezado no tardé en llegar a la
orilla; el río era pequeño y pedregoso, pero con un agua fría y cristalina.
Bebí hasta que me sacié por completo y luego me desnudé para asearme y lavarme
el pelo, que se había convertido en una maraña negra llena de hojas. Acabé
metida por completo en el río, me tendí sobre las piedrecillas y dejé que el
cauce acariciara mi piel hasta que perdí la noción del tiempo.
Alguien, justo detrás,
colocó mis zapatos en la ribera.
-Los dejaste en el coche-
escuché su voz ronca y seca- Ahora dime ¿Qué te ha llevado hasta aquí?
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