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jueves, 27 de marzo de 2014

EL EXTRAÑO

1. EL EXTRAÑO

Una vez, cuando viajaba a Nefelibata, hice el amor con un desconocido en una carretera abandonada; no conocía el timbre de su voz, ni el arco que dibujaba la comisura de sus labios al sonreír; lo único que sabía era que me había recogido en mitad de la nada, y que, a pesar de no decir una sola palabra, estaba llevándome con él a un lugar al que nunca habría soñado llegar.

Fue el día que cumplí veinticuatro años, yo caminaba pasando una de las manos por el quitamiedos de una autovía abandonada, mientras en la otra llevaba un par de zapatos de tacón que apenas servían para mantenerme en pie. Aun no había salido el sol y hacía cuatro horas que los coches habían dejado de sonar; estaba completamente perdida, en todos los sentidos posibles en que una persona puede llegar a perderse, y recuerdo que no paraba de pensar en cuánto tiempo pasaría hasta que comenzara a morir de sed, y en si alguien llegaría a encontrarme antes de que eso ocurriese.

La primavera apenas había comenzado, y la noche en aquel lugar apartado de todo había resultado casi insoportable. Tenía los músculos paralizados por el frío bajo un inútil vestido que no cubría la parte superior mis muslos; y la única razón por la que había llegado tan lejos era el pánico que me producía el pensamiento de quedarme dormida y no poder moverme al despertar. Había caminado kilómetros y kilómetros con la mente prácticamente en blanco, observando los dibujos casi borrados de la carretera; tenía la mano derecha negra y áspera, llena de heridas por la fuerza con la que me había agarrado al plástico del quitamiedos.

Recuerdo como si fuera ayer que el momento en el que el sol empezó a asomar a través de las montañas me dejó cegada, no podía dejar de mirar; el aviso de un nuevo día, la promesa de que el tiempo seguía avanzando, y sobretodo la certeza de que aun estaba viva. Al principio fue una reacción puramente física, llorar ante la seguridad de mi propia supervivencia; no fue hasta que el sol salió prácticamente por completo cuando me di cuenta de que aquel había sido el primer amanecer que había contemplado; fue entonces cuando me quedé sin lágrimas y comencé a gritar; puede que fuera el pánico de no saber qué estaba haciendo, pero no recordaba un solo día de mi vida en el que hubiera mirado al cielo. Solo cuando me di cuenta de ello pude parar y descansar; me aparté del arcén y me senté en mitad del asfalto, tiré los zapatos hacia delante y me desnudé por completo; aquella había sido la noche más larga de mi vida, y ni siquiera era invierno, había pasado tiritando una cálida noche de primavera, y aun cuando ni siquiera mi boca había comenzado a secarse, yo temía morir de sed. Lancé el vestido lo más lejos posible, me tendí y cerré los ojos.

No fue una locura, ni un alarde de valentía; seguramente, de haber estado en una autovía minimamente concurrida, no se me habría ocurrido quedarme dormida justo en el centro de ella; no quiero hacer pensar que de un momento para otro perdí el miedo a vivir, o a morir, en este caso. A decir verdad ambas cosas se me antojaban extremadamente parecidas en aquel momento.

Para que comprendas el porqué de las decisiones que tomé durante el transcurso de ese año, antes debes entender que yo ya había hecho todo lo posible por ser feliz; estudié cuando me dijeron que debía hacerlo, descansé cuando resultó ser lo adecuado, encontré trabajo cuando llegó el momento, y cuando tragué la caja de diazepam lo hice solo con las pastillas que había conseguido bajo prescripción de mi médico, que vio adecuado recetármelas para que así comprendiera lo afortunada que era por haber hecho todo como debía hacerlo.

No sé explicar de otra manera por qué, al sentir que un desconocido me cogía en brazos horas después, me dejé llevar sin abrir siquiera la boca. Tenía hambre, sed y el único momento en el que me había permitido dormir había sido en mitad de una carretera; simplemente pensé que, me llevara a donde me llevase, con suerte me dejaría descansar.
Me puso con cuidado en el asiento del copiloto de un viejo Jeep Wrangler, y solo entonces abrí los ojos para verle; el hombre que se sentó a mi lado no tendría menos de cuarenta años, aunque no era el típico señor de mediana edad que estaba acostumbrada a ver. Su rostro estaba marcado por unas arrugas de expresión diferentes a las demás, más profundas quizás, pero también más sinceras, como si las experiencias que había vivido surcasen su cara, y dibujasen el mapa facial de todo lo que, alguna vez, había ganado o perdido; tenía el pelo canoso, pero a pesar de su edad era espeso, y recogido hacia atrás con una coleta. Arrancó el coche sin mirarme, sin preguntarme a dónde me dirigía o si estaba metida en algún problema; simplemente condujo.
Decidí permanecer yo también en silencio, no tenía nada bueno que decir; no podía preguntarle a dónde iba él, no era de mi incumbencia, y tampoco podía decirle a dónde pretendía ir yo, porque ni siquiera lo sabía. Pasamos el resto de la mañana sin decir una sola palabra. De vez en cuando yo le observaba de reojo, me preguntaba cuántos años podían tener sus pantalones vaqueros, que estaban desgastados hasta el punto de romperse, o si habría perdido todos los botones de la camisa de cuadros escoceses que llevaba; en ningún momento sentí que él me mirase, a pesar de ir completamente desnuda; por eso, cuando se quitó su camisa a primera hora de la tarde y me la dio, casi temí cogerla; tampoco le di las gracias.

Pasamos el resto del día metidos en aquel coche y sin parar de conducir, varias veces echó la mano hasta el asiento de atrás para ofrecerme agua, pero jamás me miraba directamente, permanecía con la vista fija en el horizonte, como si éste fuera lo único que le importase.

Tuve tiempo para pensar en todo lo que estaba dejando atrás, en mi familia, que ni siquiera sabía a dónde había ido a parar, en mis amigos, o mis supuestos amigos, que nunca habían llegado a comprenderme, ni a mirar el cielo; pensé en mi trabajo y en que aquel era el primer día que faltaba, y al final decidí que lo mejor sería no pensar. Me limité a observar la carretera junto a él; cómo el terreno iba pasando de árido a boscoso; los árboles cada vez iban adquiriendo tonalidades más verdes, y nuevos bosques aparecían a nuestro alrededor mientras el sol pasaba de un tono azul a otro rojizo. No sé muy bien a qué hora el desconocido paró el coche en el arcén; ya había anochecido por completo, y de nuevo empezaba a hacer frío; yo tiritaba de manera vistosa bajo la camisa de cuadros, pero no me permití decir nada; él me miró por primera vez antes de salir del coche, abrió el maletero y sacó un par de mantas pesadas, después caminó hasta mi puerta y me invitó a salir.

Creí que, ya que no íbamos a dormir en el coche, optaría por internarnos en el bosque, pero en lugar de eso me cogió de la mano y me llevó al centro de la carretera, justo como yo había hecho esa misma mañana. Puso las mantas extendidas sobre la gravilla y ambos nos sentamos, él se recostó y yo le imité, entonces pude ver el increíble espectáculo de estrellas que tenía sobre mi cabeza. Allí, alejados de todo y de todos, el cielo no encontraba luz alguna que se opusiera a su inmenso vacío, en mitad de la más profunda oscuridad cada estrella encontraba un lugar en el que destacar, y nada podía perturbar el protagonismo de los astros. No me importaba que mi cuerpo siguiera tiritando, podía sentir el frío, pero el efecto que éste ejercía en mi cuerpo poco tenía que ver con mi mente, que cada vez viajaba más y más alto. Sólo siendo una niña había observado las estrellas.
Por primera vez me sorprendió no haber encontrado ningún coche durante mis descansos en mitad de la nada, ni habernos cruzado con alguien durante nuestro largo viaje; tuve la extraña sensación de que, en el momento en que huí de la iglesia, había entrado en una dimensión paralela en la que sólo existíamos yo y mis más primitivas invenciones de ángeles en todoterreno.

Para cuando empezamos a besarnos yo había olvidado que no estaba sola, y esa sensación no desapareció totalmente una vez él estuvo dentro de mí; era la magia de hacerlo con un extraño, con alguien que no sabía ni esperaba nada de mí, y del cual yo no esperaba nada; aquel acto era puramente individualista, no necesitaba satisfacer a nadie más que a mí, no tenía que esforzarme por que la otra persona me sintiera; la vergüenza y el temor desaparecieron, él era la vía de mi propias emociones, y cuando miraba hacia el interior de sus pupilas éstas no eran las de un desconocido, porque podía observar mis propios ojos por primera vez.

Dejé de tener frío, dejé de sentir cualquier temperatura sobre mi piel, y durante todo el tiempo que pasamos compartiendo nuestros cuerpos en la carretera no paré de mirar las estrellas, quizás en un amago de sentirme más infinita, más vacía, quizás intentando mostrarles lo que yo sentía como un renacer, o puede que simplemente pretendiese recuperar el tiempo perdido, todos aquellos años que había pasado observando el suelo que había bajo mis pies.


A la mañana siguiente desperté sola en mitad del bosque, sobre una pila de hojas secas; llevaba puesta la camisa a cuadros de mi compañero, pero aparte de esa pieza de ropa cualquier rastro de él se había borrado; No recordaba la última vez que había comido, me extrañó darme cuenta de que ya apenas sentía la necesidad de hacerlo. Me levanté, sacudí las ramas de la camisa y miré el terreno que me rodeaba; estaba descalza, no sabía qué había hecho con mis zapatos, si los había abandonado antes o después de subir al coche, pero andar por aquel lugar me destrozaría los pies.

Supuse que me encontraba lejos de la carretera, no encontré ninguna prueba de lo contrario; a mi alrededor sólo alcanzaba a escuchar el sonido de los pájaros cantando al amanecer, y más allá, casi mitigado por las aves, el cauce de un río que me rodeaba. Debía haber estado más cansada de lo que creía para que el extraño del coche me hubiera trasladado hasta aquel lugar sin que yo me hubiera percatado de ello.
Me abroché el único botón que encontré y comencé a andar, al principio prestando atención a lo que pisaba, poco después sin siquiera  hacer caso a los pinchazos que sentía en la planta de los pies; miré en cada arbusto que encontré, buscando algo con el suficiente buen aspecto para llevármelo a la boca, y aunque nada era tan fructífero como yo siempre había imaginado, tuve suerte de encontrarme en pleno florecer de la primavera; finalmente hallé un grupo de zarzas junto a las que me senté, no me entretuve en elegir las moras más maduras, y acabé comiendo con gusto incluso las más verdes que encontré, mientras, ya con el estómago lleno (o al menos no tan extremadamente vacío) me centraba en identificar el origen de la corriente de agua.
Me equivoqué varias veces de camino, y todas ellas intenté volver sobre lo que supuse eran mis pisadas; todos los árboles del bosque se me antojaban iguales, y cuando al fin me di cuenta de que ir hacia atrás era tan poco productivo como quedarme quieta, decidí andar hacia delante, y concentrarme únicamente en el sonido del río; una vez hube olvidado el lugar desde el que había empezado no tardé en llegar a la orilla; el río era pequeño y pedregoso, pero con un agua fría y cristalina. Bebí hasta que me sacié por completo y luego me desnudé para asearme y lavarme el pelo, que se había convertido en una maraña negra llena de hojas. Acabé metida por completo en el río, me tendí sobre las piedrecillas y dejé que el cauce acariciara mi piel hasta que perdí la noción del tiempo.
Alguien, justo detrás, colocó mis zapatos en la ribera.

-Los dejaste en el coche- escuché su voz ronca y seca- Ahora dime ¿Qué te ha llevado hasta aquí?

ENLACE: http://nebulosadelossonadores.blogspot.com.es/

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