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viernes, 25 de enero de 2013
De Alejandro Jiménez. Tercera Parte.
En la lejanía me rodean lomas de cumbres circuncisas, como en un ademán de abrazo espontáneo, circulando la brisa como si de sus antebrazos se tratase y ella corriese hacia mí. Esos senderos arcaicos asfaltados en periodos de entreguerras que circulan en el lecho del relieve cual varices de estas sutiles elevaciones fuesen, y dos ciclistas a cientos de metros de distancia las recorren rezumando esfuerzo y gran pesadumbre física.
Allá en una distancia de considerable millaje, camuflándose en la neblina creada por los tortazos de luz sobre las partículas de agua dispersas en el aire, se levantan las ilustres pantallas de hormigón y piedra, constituidas para soportar el envite de la metralla disparada en aquellos lejanos años, en pos del salvaguardamiento del transporte de víveres y armamento de la blindada costa sureña. Ya en el extremo meridional, la imponente mole de agua salada está separándome del territorio matriz de la humanidad. Aguas casi besando el arenal y germinadas por plataformas de criaderos de bivalvos, todo placado por nubes de tez blanquecina como si el mismo Mare Nostrum, sus resquicios gaseosos y la bóveda celeste, premeditadamente formados sean por sedimentos. Solo se deja ver el rastro curvilíneo de espuma que siembran las escasas lanchas que se ven paseando en pleno otoño.
Ésta humilde cartografía superficial concluye en la altiplanicie del Noreste, donde prospera cual vergel periódicamente regado, la tornadizamente crecida y colorida ciudad, consumiendo mordisco a mordisco el terreno que me abraza, teñido aún del amarillento color trigal. Vislúmbranse cuan incordiante armatoste de materiales metalúrgicos los bloques con ventanas en las entreplantas, pareciéndose inequívocamente de forma bastante retórica a remotos recintos de presidio.
Todo ese sosiego es mutado por el zumbido imperecedero y perseverante de la urbe sus quehaceres y su industria; incluso ese chiflido materno me lanza incordios cual balines de metal en forma de automóviles recorriendo aquellas varices de los viejos brazos del oeste. La ciudad que me ha visto crecer con talante paulatino y cabizbajo, heredando de ella La Isla Verde más lo turbio de lo inmaculado: Su desenfreno, su exorbitante espontaneidad, su nihilismo, su apatía, su desorden, el hedonismo crónico. . . Una relación tormentosa me une a ella, como una concubina insulsa y vulgar a la que añoras más por cada kilómetro y minuto que te separa de ella. Urbe erigida sobre los cimientos anacrónicos del dogma del Magreb y restaurada con el calmoso pasar de eras por la mordaz tecnocracia y arquitecturas occidentales, las plazas, avenidas, bocacalles, mercados y edificaciones, todas ellas inanimadas y exánimes, desde aquí las atisbo. Testigo directo de tratados diplomáticos, cuna inexpugnable de virtuosismo musical, partícipe ocular de la Solónica y Matrem democracia desmantelada por los monseñores de abyecto linaje, aquellos ascendientes del todo que me envuelve, enrevesados en sus togas.
Mas en una momentánea ojeada admiro el fuerte que me contiene y me rodea, cálido como un vals al atardecer y compacto como el ocre aussie. En ese momento, como si de repente el entorno se oscureciese y entrara en tinieblas, solo quedamos ella y yo una vez más, y cuánto no huelga puntualizar que no es la primera vez. Tú, mísero y vetusto roquedo que tan pavoneante te muestras sobresaliendo a través de la estructura, mírole y él me mira con su adobe, sus muescas y señalando con bellaquería las toallas que me solían acompañar en mis travesías con Manresh. No puedo esquivar lo que evoca todo esto; Aquel lapso donde todo era opaco e ilusorio, cuando él y yo nos conocimos y comenzamos el viaje hasta palpar lo sobrenatural de lo metafísico, puesto que nada en aquel entonces era material y lo tomábamos como de nuestra propia carne. ¿Eran alucinaciones oníricas, o de verdad veía como tal esa maraña que era su cabello?. Solo sé que estábamos acompañados en todo momento; sus figuras cabizbajas sentadas en el tresillo, con lamentos rezumando de sus bocas y lágrimas germinando de sus ojos, ellos me decían: ¿Has salido por fin?, ¿te encuentras mejor, cariño?.
Por ellos es por lo que aquí me hallo, para atajar de raíz su desdicha y su pena, sagrada sean sus sombras y sus almas, las cuales desearía que siguiesen igual de impolutas a pesar de mi eterna y próxima ausencia. Entonces solo quedamos el roquedo sobresaliente, la toalla de Manresh y yo.
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